Marino Berigüete
Barahona, República Dominicana, 1962. Poeta, escritor y miembro correspondiente de la Academia de la Lengua de la República Dominicana. Diplomático de carrera. A lo largo de su trayectoria ha sido condecorado con la Orden Nacional del Mérito en el grado de «Gran Cruz» por el Gobierno de la República del Paraguay, así como con la Orden José Cecilio del Valle en el grado de «Gran Cruz» por el Gobierno de la República de Honduras. Entre sus obras publicadas se encuentran: Mujeres (poesía, 1995), Trece cuentos supersticiosos del Sur (1998), Odas a Barahona (poemas, 2001), Retrato de la madre y otros cuentos (2001), Secretos y soledades (cuentos, 2003), Plan Trujillo (novela, 2004), Señales de voces (antología de cuentos, 2005), Melissa y el árbol (cuentos infantiles, 2009) y Donde empieza el hombre (2024).
Poemas de Marino Berigüete
Poemas del libro Sombra del otoño.
Un solo poema
Aún en la sombra de la ciudad,
cuando la piedra devuelve pasos lejanos,
el viento arrastra sílabas de un tiempo inmóvil, y el poeta, aunque envejezca,
sigue siendo el niño que mira la mar
con los ojos asombrados de la primera vez.
La infancia no se pierde, permanece en las cosas pequeñas:
el canto de un pájaro en la bruma del alba, el olor del café en la casa dormida,
las manos de la madre doblando la ropa con un gesto intacto,
ajeno de los años.
Cada palabra escrita es el eco de un pueblo, sus calles de tierra,
el sol entre las hojas,
el rumor del río sobre la piedra gastada, el polvo blanco del yeso de una infancia donde aún corren los pensamientos.
Porque el poeta, aunque habite entre muros de cemento, aunque el ruido del tránsito le llene los oídos,
aunque la madurez le pese en los hombros,
siempre caminará descalzo por los patios de su niñez, mirará en los charcos el cielo del verano
y sentirá en los labios de sal del primer asombro.
Los amigos de la infancia aún ríen en su memoria, sus voces llegan como un crujido de hojas secas, como un trueno distante sobre la montaña.
El padre sigue allí, en el umbral de la casa, con la mirada serena.
La abuela teje silencios en la penumbra de la tarde y el sol que dora su frente
es el mismo de aquellos días sin nombre.
El Larimar de su tierra resplandece en el sueño, piedra azul como los días de escuela, como el cielo donde flotaban las nubes que miraba sin saber
que algún día escribiría sobre ellas.
El poema no es oficio,
no es un juego de la mente, sino un regreso,
un viaje que nunca termina. Y aunque el poeta crezca,
aunque el tiempo le desgaste los huesos, aunque sus manos tiemblen sobre el papel, su alma seguirá en el mismo sendero,
bajo la brisa de la mar de siete colores,
bajo el murmullo del viento.
Porque su poema es uno solo,
es su pueblo, su abuela, su madre, su río,
es la luz de su niñez colándose en las rendijas del tiempo, es el azul de los días que se van apagando con él.
Lamento de mi abuela
No sé lo que es la tregua. (Mi madre decía lo mismo.) No sé lo que es el tiempo sin urgencia ni desvelo.
Siempre hubo voces pidiendo, siempre hubo noches en vela. Cuando no era el hambre,
era el miedo o la tristeza.
No sé lo que es cerrar los ojos sin contar en la penumbra
lo que falta, lo que pesa, lo que nunca llega.
Cuando no era la casa, eran las manos ajenas. Cuando no era la faena, era el calor de la espera.
No sé lo que es la calma. (Mi abuela decía lo mismo.)
Pero sé de sus espaldas curvadas, De sus pasos que no descansaban,
De su amor que calla y sostiene a un mundo que nunca mira.
El viento me busca
Tal vez el viento no me busca, soy yo quien alza la frente para sentir su roce en la piel. Y si cierro los ojos,
seguirá su rumbo entre las hojas, sin preguntarse dónde estuve.
Tal vez la mar no sabe que existo,
soy yo quien lo nombra con labios de espuma, quien le entrega la arena de mis pasos.
Pero si dejo de caminar,
las olas seguirán muriendo en la orilla, ignorantes de mi ausencia.
Tal vez la noche no me pertenece,
soy yo quien enciende su sombra en mis párpados. Y si el sueño me arrastra lejos,
las estrellas continuarán ardiendo, ajenas a mi descanso.
Tal vez el amor no me contiene, soy yo quien lo viste de palabras
y le da forma con mis manos vacías. Pero si un día callo,
el amor no se perderá, porque nunca tuvo dueño.
Tal vez la vida no me debe nada, soy yo quien la mira de frente
y la mide con la vara del tiempo. Y si un día no despierto,
el sol saldrá de todos modos, como si nada hubiera cambiado.
La luz que queda
El tiempo ha llegado, silencioso como el anochecer,
deslizándose en la piel sin prisa, dibujando en mi rostro
las huellas de un viaje sin regreso.
He caminado este sendero cada vez más íntimo,
más estrecho,
un corredor donde mis pasos resuenan como ecos de otro tiempo, como voces suaves en los pasillos
de una casa que huele a recuerdos,
a libros leídos con la calma del invierno, a una historia aún por escribirse
en la caligrafía de la memoria.
Voy más aprisa al baño, pero más lento al sueño.
Las risas de antaño se entrelazan con la fatiga de este cuerpo nuevo, con la gravedad de los días
que ahora pesan más en las rodillas, con la dulce carga de la nostalgia cubriéndome como un abrigo gastado.
Las libras de más se aferran a mi cintura como viejos amigos testarudos
que se resisten a la despedida, que no entienden que ya no corro como antes,
que los juegos de infancia son solo reflejos
en los ojos de mi nieto Armando Enrique.
Algunos amigos ya han tomado el tren,
se han adelantado en el viaje sin retorno, dejando un eco de voces
que aún navega en mi memoria.
Las tardes de café
se han convertido en silencios compartidos, en nombres que pronunciamos
con un hilo de melancolía, en historias repetidas como si al decirlas
las hiciéramos eternas.
A esta edad,
el tiempo es un maestro sutil, suavemente nos enseña
las maravillas de la infancia,
cuando los días eran océanos interminables y las horas un juego sin relojes.
Los recuerdos son cantos lejanos, ecos de alegrías simples,
aromas de pan caliente en la mesa, veranos de bicicletas y cometas,
el sonido del río
tocando la orilla con manos invisibles, las noches de estrellas
donde el futuro era un misterio hermoso y no un horizonte que se acerca.
Miro hacia atrás
y el camino vivido se despliega, un tapiz de instantes luminosos, donde el sol ardía
en cada gesto compartido, en cada sonrisa sin miedo, en cada mango robado
del árbol del vecino, en cada despedida que entonces no dolía,
porque aún no sabíamos cómo duele la ausencia.
Así me encuentro,
con el tiempo como único compañero, como las sombras largas de las tardes pintadas en la pared,
sabiendo que,
aunque algunos amigos se hayan ido, las memorias aún nos sostienen, como hojas doradas en el viento, como llamas pequeñas
que nunca terminan de apagarse.
Y entonces comprendo,
con la suavidad de quien ha visto el paso de las estaciones,
que la vida siempre ha sido hermosa, no por su permanencia,
sino por su fugacidad.
Porque cada risa tuvo su instante perfecto, cada lágrima su lección escondida,
cada amor su tiempo preciso,
y cada adiós su silbido de eternidad.
Porque ahora sé
que el tiempo no nos roba,
solo nos enseña a sostener con más ternura todo aquello que nunca podremos retener.
El niño y la sombra
Cuando corría, ligero de infancia, bajo la noche de casas dormidas, mi sombra jugaba a perderse entre las grietas de los rincones.
Las luces temblaban en los charcos, como pájaros atrapados en el agua, y yo, distraído,
pisaba con cuidado para no romperlas.
En el patio, con manos de ciego, levantaba ciudades de polvo y ramas, colinas de musgo y espejos
donde el viento inventaba caminos por donde caminaba.
Y yo veía, en el hueco de mis palmas, un mundo claro,
más claro que los días, en un cielo breve,
donde todo aún era posible en la imaginación de esos días azules de la infancia.
Ahora que el tiempo me mira
Ahora que llego a los setenta, el tiempo deja de ser prisa,
se despliega como un río sin cauce, como una brisa que no tiene a dónde ir y, sin embargo, lo toca todo.
Ahora podré desandar los pasos,
volver a los senderos que un día dejé atrás, ver los árboles con la lentitud del viento, tocar con la mirada la corteza herida,
las ramas que aún sostienen el peso de la tarde.
Aprenderé a callar sin miedo al silencio,
a escuchar el murmullo de la luz en las hojas, a esperar la aurora sin urgencia,
como quien sabe que el día no es un derecho, sino un regalo que llega
con la delicadeza de la niebla en la hierba.
Veré a mis nietos correr por la casa, como sombras que fueron mi sombra,
como risas que alguna vez tuve en la boca, y en sus ojos, espejos del asombro, buscaré mi reflejo desdibujado,
la imagen de quien fui
cuando aún no conocía el peso de los años.
Me preguntarán por cosas que ya no recuerdo, y yo les responderé con la ternura del agua, con el vaivén de historias
que la memoria ha pulido en la marea del tiempo. No les diré que la verdad es solo una luz oscilante, un resplandor que cambia con el ángulo del día, pero sí les enseñaré a amar
lo que no necesita respuesta.
Leeré los libros que esperaron décadas, aquellos que fueron promesas de noches que nunca se dieron,
y en sus páginas buscaré no solo palabras, sino los fragmentos de mí escritura
que quedaron suspendidos entre las líneas de los libros mientras los leías.
Escribiré versos sin temor a olvidarlos, pues sé que la poesía no es posesión, sino un río que fluye sin dueño,
una música que el viento recoge
y dispersa en la vastedad del instante.
Dejaré que la lluvia me nombre, que dibuje en mi piel
los signos de todas las estaciones vividas, que me haga sentir, por un momento, tan liviano como la brisa en las ramas, tan eterno como la gota
que se funde con la tierra sin pedir testigos.
Te miraré a ti, amor de tantas vidas, rostro que el tiempo ha tallado
con la suavidad de quien sabe
que la belleza es aquello que permanece. Tomaremos juntos los dolores del alba,
las sombras que la noche nos deja en las manos, pero también el fulgor de lo que aún nos queda, el tibio milagro de despertar juntos
cuando el día se abre como un libro sin final.
Y cuando el tiempo pese más, cuando los pasos sean breves y la sombra más larga,
nos sentaremos en la luz de la tarde, sin prisa,
sin miedo,
dejando que el viento nos lea como las páginas de un relato que nunca quiso ser historia, sino solo presencia,
sino solo instante, sino solo amor.
Envejecer y morir
Que la vida era un río lo supe demasiado tarde, cuando el agua ya había limado mis piedras,
cuando el eco de mis pasos se ahogaba en la corriente.
Yo creí en los puentes, en las sendas que no vuelven, en el fuego que deja su estela de oro en la memoria. Pero el tiempo —ese testigo implacable—
ha borrado los nombres que grabé en la roca.
Quise partir con los ojos llenos de horizontes, con la risa intacta,
con las manos cerrando el aire como un puño victorioso. Pero el río sigue,
y sus orillas se pierden en la niebla.
Ahora entiendo que la corriente no pregunta, que el aplauso se apaga antes del telón,
que envejecer y morir
no son dimensiones del teatro,
sino el único argumento de la obra.
La casa que se deshace
Debo escuchar el silencio de los muros, darles su tiempo de ruina,
su margen de sombra entre el polvo y la memoria.
La casa se hunde en su propio latido,
se abre en grietas que son boca y son eco, sus ventanas ya no miran,
solo tiemblan con la luz que las olvida.
No me pidas que vuelva a nombrar los días, que sostenga entre los labios
el agua que ya no corre,
la brisa que dejó de ser caricia.
¿Se ha roto al fin el horizonte?
¿O es solo la noche posando su mano
sobre las cosas que aún creen en su forma?