30° FIPB 2022 «Y la vida revivirá» Augusto Pinilla
En coedición con el Instituto Caro y Cuervo, se publica el libro Y la vida revivirá , antología personal del poeta colombiano Augusto Pinilla Vargas, con Prólogo de Luz Mary Giraldo con motivo del homenaje brindado por el 30° Festival Internacional de Poesía de Bogotá.
Mística y poética en el universo de Augusto Pinilla
Por Luz Mary Giraldo
Mi primer encuentro con Augusto Pinilla fue en mi época de estudiante universitaria, cuando Martha Canfield, nuestra profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Javeriana, lo invitó a hablarnos de Alejandra Pizarnik. Desde el primer momento lo sentimos tan compenetrado con el mundo poético de la autora que iba a presentarnos, que creíamos asistir a un desdoblamiento. Alejandra hablaba, se manifestaba en la voz de Augusto, quien, como un médium, comunicaba hondura y extrañamiento. Se elevaba, parecía levitar ante nuestros ojos de estudiantes ávidos de conocimiento y de lenguaje poético.
En la Universidad Javeriana donde hizo su maestría y se graduó con una soberbia tesis sobre Lezama Lima, lo he escuchado hablar como profesor del poeta cubano, pero también lo he escuchado en conferencias, en cafeterías, reuniones y conversaciones espontáneas e informales, refiriéndose al poeta cubano, e igualmente de Julio Cortázar, de José Martí, de Jorge Luis Borges, de Simón Bolívar, de los clásicos y de muchos otros. Y siempre transmite con vehemencia su relación con obras y autores, porque hablar de ellos es como hablar de sí mismo y de su pensamiento en todos los sentidos: en el literario, en el poético, en el narrativo, en el vital y en el existencial. El mundo órfico, la conciencia de la historia, el misterio, Caín, Abel, los Ángeles, el Ser, el pensamiento libertario, en fin, la vida y la creación, se manifiestan en la voz de Augusto.
Llama por sus nombres de pila a los autores o a los personajes: Alejandra, José, Julio y otra vez José; encadena sus nombres a Blake, a Whitman, a Cervantes, a Mallarmé, a César Vallejo, a Héctor Rojas Herazo, a Aurelio Arturo, a Jorge Gaitán Durán, a Remedios Varo, a Picasso, al Che Guevara y a muchos otros. Habla con ellos como con sus hermanos, con absoluta intimidad y camaradería, porque no solo son sus autores amados sino sus cercanos desde épocas y lugares remotos cuando vivieron el Diluvio o escucharon el coro de Babel y escribieron la Odisea y se lanzaron a las aventuras de creación, de la libertad y de la historia.
En esas conversaciones no es laudatorio: habla desde sus respectivos universos y lenguajes. Los conoce a fondo. En “Conversación con Walt Whitman”, por ejemplo, el íntimo punto de partida es significativo, pues muestra que sabe lo esencial de su poética y de su pensamiento, que han hecho recorridos juntos, que tienen puntos en común y son amigos: “Siempre que te encuentro/ vuelve la felicidad de los vagabundos del verano/ y entramos en esa vida donde todo vuelve a nacer”. Entiende la soledad de Mallarmé como la de Dios creador, sabe que tiene “el lenguaje del agua original”, reconoce su infancia cuando jugaba a los dados, y hasta lo ve caminar en las palabras: “Tratabas siempre/ de subir las palabras/ hasta el vuelo sin retorno”. Con Paul Eluard escribe “a cuatro manos/ cartas de amor destinadas/ a la belleza de la mujer y la tierra”, y pasean juntos “por el primer día de la vida/ en la plena luz del verano”. Y es que trae a sus autores y personajes al presente, los pone a hablar, se expresa con ellos tuteándolos en esa segunda persona, el tú, que transmite cercanía; y también a otros los deja hablar con la voz de ellos y en sus palabras, como cuando con el leguaje de Orfeo se define y se expresa el poeta Lezama.
Augusto habla con sus autores y desde ellos mismos tanto en su poesía, sus novelas, sus cuentos y ensayos, y lo hace haciendo travesías poéticas y vitales que muestran no solo su amplio conocimiento de sus vidas y obras sino de su mística vital y creativa. De alguna manera se ve reflejado en ellos. Resuenan en él. Forman parte de su memoria. Ellos son su legado. Así mismo, al hablar de Fausto aparece Mefistófeles y la aventura del conocimiento o de la vida, y llegan Tomás Mann o Tomás Moro, a veces Rimbaud y otros tantos grandes autores, textos bíblicos con sus personajes, sus amigos de letras y de místicas, sus entrañables. Habla con ellos y sus obras como si fueran su familia, sus amigos más próximos, como si también formaran parte, por ejemplo, de la Generación sin nombre, a la que pertenece, y a quienes también llama e invoca en muchos de sus poemas de apariencia coloquial.
La historia también está presente. Se contiene el dolor, pero se vislumbra el horror. En “El día de Hiroshima” el poeta declara “la persecución sostenida y certera del poema”, hace paralelismos históricos y reúne a algunos poetas de su generación: José Luis Díaz Granados, Elkin Restrepo, Giovanni Quessep. La vida sonríe con sus nombres y recuerdos en el multiplicado lugar de los encuentros. El tiempo implacable se entreteje en esa Hiroshima que vuelve a la memoria de la guerra y en la película Hiroshima mon amour. Se superponen la angustia y el dolor: “¿Era la guerra el nombre del mundo?”, pregunta, aludiendo a la fecha memorable donde una y muchas vidas terminaron. Su ser poético se une a sus amigos y responde su voluntad poética asumiendo, indudablemente, el poema como salvación y renovación: “por impedir algo como otra vez esa fecha/ habíamos quizá consagrado al poema/ nuestras vidas/ y todo lo otro que hemos hecho/ para estar y vivir en la tierra”.
Hablar con Augusto, escucharlo, es oír a un Demiurgo que ordena la vida y la de sus personajes, un demiurgo como los que él nombra mientras adentra al interlocutor en lo más hondo de la existencia y de la palabra. Y es que, si existe un escritor que haya hecho de su vida una experiencia poética y de su creación literaria una forma de existencia, es Augusto Pinilla. En él vida y poesía están unidas de manera tan profunda que en su voz el mundo se nombra siempre con el ímpetu de la palabra que es soplo creativo, canto órfico, principio y fin, eternidad, renovación, eterno retorno.
Palabra solemne la suya que, en sí misma llama e invoca, evoca y convoca desde el más hondo sentido religioso, el que está ligado a lo trascendental, misterioso e inexplicable. Aun en las circunstancias más prosaicas, su palabra conduce a los dioses, a la naturaleza misma, a la historia, a grandes autores, a lo potente, al amor. Apela a lo sagrado y lo hace en nombre del amor, como el colibrí, que entre los pájaros es “el consagrado amante de las flores”. Invoca el diluvio y vemos “correr el agua por la tierra/ como un poeta hace correr el fuego/ por sus viejos poemas”. Y es capaz de sospechar que fue “en conversaciones con Sócrates/ o en paseos con Hölderlin/ por las ruinas de soles sin olvido/ donde surgió el oráculo/ de que puede pensar lo más profundo/ quien ama lo más vital”, como dice en “Poema filosófico”.
La suya es una poesía de pensamiento profundo, pero pensamiento vital, vivido desde lo más hondo del ser. Sustentada en la reflexión. Por eso no hay versos ni títulos al azar. Nada es espontáneo en su universo literario: ninguna palabra, ningún poema, ningún cuento o novela, ningún ensayo. No hay inmediatismo. Cada verso es pensado, reflexionado, asumido más allá de las sensaciones, pues al revelarse como una forma de conocimiento no hace de las emociones su máxima expresión, sino más bien las objetiva. Los sentimientos existen, los dolores, la angustia, la soledad, pero su voz poética los silencia para darle cabida especialmente a lo bello y al amor, a la mística de lo creado. Nada más claro ante esto que su poema “Carta a Laura”, en el que pide la eternidad de los amantes:
Yo pido que la vida
y el señor de la vida
y el hilo de luz pura
que une las estrellas y las piedras preciosas
y sostiene el danzar de los planetas
y las cosas y todo y también todos
acaben para siempre con el adiós
y olviden el olvido
y sean solo amor
y el amor
de los dos sea lo eterno.
Versos iluminados y esperanzados. Versos que buscan la eternidad y alejan el desasosiego. Versos que tienen implícita y como fondo la tradición clásica y la música como canto de las palabras, sentido órfico. La palabra como posibilidad de recomenzar. Poesía como llamado, dice en “Orfeo”: “Cuando escribías el poema/ respondías un llamado/ y llamabas una respuesta”; y el llamado lleva a evocar lo perdido en el mundo cotidiano, en las calles de la ciudad, sincretizando tradición y contemporaneidad para, de manera circular, asumir al poeta como alguien con “Un destino que aprendió a cantar/ entre lo oscuro y el infierno”, y ante cada caída o cada tropiezo canta de nuevo y llama “nuevos amores/ con desconocidos recuerdos”.
En el n.º 23 de la revista Fili d’Aquilone, publicada en Italia, Martha Canfield afirma:
La poesía de Augusto Pinilla es tal vez la más marcada por una base filosófica por una parte y un entusiasmo celebrativo por otra, que a menudo lo llevan a focalizar sus reflexiones líricas a partir de pensadores o creadores admirados por él. Podríamos definir su lírica como poesía del amor y de la amistad, donde el poeta suele aparecer —como hubiera querido Vicente Huidobro— como “un pequeño dios”, en el cual, sin embargo, no predomina el poder sino el deber de llevar a término su creación.
Del alto romanticismo, del de Hölderlin o Goethe, entre otros, en su propia contemporaneidad dialoga con sus arcanos. Cómo no pensar en su largo poema “El ángel en la hoguera”, incluido en su libro Poesía (2000), en el que aprovecha la singularidad de la poesía meditativa y narrativa, como es la suya, para recorrer el pensamiento de su época y su propio pensamiento, y de manera alusiva saca a flote problemas sociales o políticos, el énfasis en la lectura y la escritura, “el vuelo deslumbrador del pensamiento”, “la historia/ del que aprendió a cantar/ en el descenso al infierno/ hasta encontrarse en nombre de los Dioses”:
Mis amigas de los años setentas
fueron como tú
primero la perfecta justicia
después solo el debate intransigente
después algo divertirse
y un poco para el amor si quedaba todavía
(...)
cuando me llamaste para hacerme volver
del filo del mundo
a soportar el desdén de tu santa belleza
ver las ruinas de la vida en el escenario
(…)
Ángel para entonces desengañada de verdad (…)
En la evocación llama al Ángel “con mirada de poema sagrado entre pirámides”; lo evoca con toda su belleza en una prosa que sueña caminar alguna vez por Palestina “señalando destrucciones”, pasar por las fronteras donde observa la agonía de Dios, “los ojos puestos en un soplo punto del cielo”. Desde sus primeros poemarios, Augusto Pinilla define al poeta caminando entre la niebla “con los zapatos llenos de rocío/ y la primera luz entre los árboles”. El sueño de la elevación busca al ser poético y encuentra la creación de la belleza. La sagrada belleza que redime y que da luz. De ahí estos versos: No niego que en tus páginas/ de impecable poeta equivocado/ encontré la claridad para el camino.



















