Álex Chico
(Plasencia, 1980). Es licenciado en Filología Hispánica y DEA en Literatura Española. Ha publicado el cuaderno de notas Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (La Isla de Siltolá, 2016), la novela de ensayo ficción Un hombre espera (Libros en su tinta, 2015) y los libros de poemas Habitación en W (La Isla de Siltolá, 2014), Un lugar para nadie (De la luna libros, 2013), Dimensión de la frontera (La Isla de Siltolá, 2011) y La tristeza del eco (Editora Regional de Extremadura, 2008), además de las plaquettes Escritura, Nuevo alzado de la ruina y Las esquinas del mar. En 2016, la editorial chilena Andesgraund publicó Espacio en blanco, una antología que reúne parte de su obra poética desde 2008 hasta 2014. Próximamente publicará la novela de ensayo ficción Un final para Benjamin Walter (Candaya, en prensa) y el libro de entrevistas Vivir enfrente. Nueve conversaciones (Editora Regional de Extremadura, en prensa). Fue cofundador de la revista de humanidades Kafka. En la actualidad ejerce de profesor en un instituto de El Prat (Barcelona) y forma parte del consejo de redacción de Quimera. Revista de Literatura.
POEMAS DE ÁLEX CHICO
Primer momento
Lo más extraño del viaje
es no saber hacia dónde se regresa.
Acaso diría Walter Benjamín
que en esos lugares parece haber pasado todo
lo que aún nos espera.
Instante
Ciertos lugares conservan el paso
de los que se detienen, y deciden –al cabo–
observar lo que les rodea.
Sin más interés que el de permanecer allí
por algún tiempo.
Esos territorios en donde el instante
pretende ser perpetuo,
cercado por un bosque.
En esos lugares se aprende a decir: lo desconozco.
De ahí su condición inabarcable: siempre quedarán
sujetos a una duda.
Un espacio –un lugar– que acaba por no saberse
si existió, y logrará percutir en la distancia.
Donde no ha ocurrido nada y sin embargo
se logra no haber sido nunca.
Desde el balcón
a Efi Cubero
Me pregunto si basta
con mirar una plaza,
observando la calle
desde una ventana.
Si para sobrevivir,
sólo se requiere un poco de armonía,
y no resulta necesario
contribuir al mundo
con interminables y tediosas relaciones.
Me pregunto si alguien
puede permanecer siempre solo,
ocupando el mismo espacio
en silencio,
distinguiendo la gente en la distancia,
y evitando nuevamente el saludo.
Me pregunto si no es posible
continuar con una existencia anónima,
conformada de percepciones lejanas
y mirar hacia uno mismo
como un ser satisfecho.
Me pregunto si se puede vivir
mirando la calle y al mismo tiempo
no pensar en nada.
Adagio in Sol minore
Tiempo después nada se ha convertido
en menos frágil, porque de súbito
sobrevienen los viejos temores,
como un ser solo y enemigo.
El silencio no es ya una muestra
grata de la soledad, sino la premisa
de un entorno siempre adverso.
Escuchar hasta el último sonido
es sólo eso: perderlo todo.
Cuántas veces me acostumbré
a juzgar las cosas como si fueran
el preámbulo de algo mucho más grande,
más digno, y volver a la vida
con el asombro de quien se cree
aún a tiempo. Pasar las tardes frente a un café,
por ejemplo, intentando observar
la disposición de las mesas
cubiertas de manteles con olor
a fruta fresca y a tabaco.
Cuántos prólogos en los que sentir
la devoción de un encuentro seguro.
Pero no hay mercado capaz de saciar
el instinto, ni rostros que dignifiquen
la memoria. Ya no basta con suministrar
las verdades en breves parcelas –lugares comunes,
fronteras incapaces de dividir el mundo
en dos mitades. La vida –aquí su verdad–
no se engrandece con el engaño.
Lo terrible es suponer lo contrario
y descubrir en algún momento
que todo no ha llegado.
Seducir no era más que buscar
el placer prohibido, los flecos de una antigua
derrota, los jirones de ropa expuestos al sol
en torno a cuerpos semidesnudos.
Sin embargo, la ficción –un poema,
una imagen ocre, una tira fotográfica ennegrecida–
sólo es capaz de situar el límite.
Nada más.
Estoy seguro: todo ha terminado.
Y lo peor no es que frente a mí aparezca
una playa y medite al observarla vacía.
Lo peor es que todo ha concluido
y no ha pasado nada. Pienso en la gaviota
que sobrevuela una montaña y no siento
el menor atisbo de desolación.
Sólo lo interpreto como un mero accidente.
Esa es la desventaja de quien ya no sueña
porque no puede, y olvida que resistir
fue también un oficio del presente.
A lo lejos, alguien me llama.
Dejo esta meditación estúpida
y me encamino hasta alguna calle.
Me conformo con refugiar
esa impresión confusa en la opaca
conversación de la noche. Disimulo.
No trataré de que el gesto termine
por delatarme. No hay razón
para desubicar también mi entorno,
fraguado con esmero durante tantos años.
Ya va siendo hora, me digo, de interpretar
la vida con un poco más de calma.
Quai Lices Berthelot
Somos ese molino que está frente a mí.
Su existencia es circular, como la nuestra.
Varía su ritmo según la corriente,
pero mantiene un andar breve y pausado.
El agua que absorbe y rechaza será, al final,
una forma de nostalgia. O de aviso. O de certidumbre.
Su función, ahora, es inexacta. Estéril, acaso.
Un movimiento monótono que une,
sin convicción, dos puntos del río.
Poco le importa que sobre él caiga más agua.
Se mantiene como un bloque macizo
y se desgasta.
Quizás finge quietud cuando la madera pierde
su volumen. Cuando desaparece.
Nada más triste que aparentar eternidad.
Este molino representa todo lo que somos:
la amenaza de que el río pueda secarse;
la certeza de que la gente, algún día,
también nos abandona.
Henriette Grindat fotografía a Camus y René Char
Parecía un desierto,
un paisaje yermo repleto de surcos,
pequeños montículos de arena,
escasez de agua.
Sobrevenía la sed al observar su aspereza,
la aridez y la desolación de un paisaje solitario.
Sin embargo, la siguiente fotografía
ampliaba su ángulo y mostraba la verdad
de esa imagen: no era un desierto,
era el retrato de unas manos con la piel arrugada.
Era la acumulación de tejas
en alguna villa del Luberon.
Era el muro desconchado de una casa
a la que se accede por una escalera de piedra.
Escalones sin principio que se detienen
ante una puerta cerrada.
Así prolongó el sol Henriette Grindat
en aquel itinerario provenzal de René Char.
La iglesia de Thor varía su posición
y se abandona a las aguas de un Sorgue claro,
como si la esencia de un paisaje
residiera sólo en el reflejo que proyecta.
Algo así como la vida.
Los troncos que se inclinan hacia el río
tienen la misma forma de aquellas manos,
su corteza llena de huecos y de ramas cortadas,
las líneas que ascienden serenamente
hacia la nada.
Enfrente, un arco indica la entrada
a una ruina. A su manera, es un espejo
de ese tronco inclinado en la ribera.
Nada dura y nada muere,
escribió en el pie de esas fotos Albert Camus.
El esqueleto de un molino
se confunde con la maleza.
Un molino inmóvil, para siempre perdido.
Una herramienta en desuso
cuya única tarea es permanecer,
ser testigo,
mantener las huellas de aquellos que lo usaron.
Cada pieza representa un destierro.
Quizás sólo un refugio.
Beckett en Roussillon.
Petrarca en Vaucluse.
Sade en Lacoste.
El canto, según Char, dará fin a su exilio.
Henriette Grindat fotografía dos árboles
en mitad de una explanada.
Las últimas hojas se desprenden de su raíz
para formar parte del cielo.
Se diluyen en el aire.
Esos residuos de la tierra,
esos desplazados,
consiguen también elevarse.
Puede que ocupen un lugar
más simple, más sencillo,
pero al menos, ahora,
poseen un camino de entrada.
Ici vit un homme libre.
Personne ne le sert.
Un hogar libre porque ocupa
un lugar para nadie.
París queda muy a lo lejos.
Tal vez el final de estos bosques
alcance algunos lagos del Bois de Boulogne.
Tal vez el cauce del Sorgue desemboque en el Sena
y no sea difícil acceder a Passy
o a la calle Babylone,
donde aún estaremos a tiempo de entrar
en la última sesión de La Pagode.
Puede que este mismo sol alumbre también
alguna esquina del bulevar Saint-Germain.
No obstante, aquel que acompañó a Grindat
prefirió un pequeño cementerio en Lourmarin.
Quizás aprendió que un panteón
sepulta por segunda vez a un ser humano.
Entre la piedra sigue creciendo la hierba.
Se desplaza con el viento y encontramos
aquella mano que parece un desierto.
Sigue la posteridad del sol.
El enigma.
La plenitud.
La parada del autobús
a mis padres
Iniciarás una nueva semana
y continuarás así el ritual
de tus días.
Seguirás la costumbre de levantarte
temprano y abandonar
con torpeza la habitación.
Sabrás, ya desde el comienzo,
que tu primera despedida se produjo
al cruzar el umbral de una casa.
Bajarás a la calle
en compañía de tu madre y esperarás,
aún con sueño,
la llegada de dos autobuses
con rutas similares.
La alegría consistirá entonces
en abrir bien los ojos,
porque se ha visto, a lo lejos,
los números 43 o 44.
Buscarás un hueco y convertirás
ese espacio en una humilde
y meritoria conquista.
Con suerte, quizás logres sentarte.
Mirarás con sosiego
la extraña mecánica de una ciudad
durante las primeras horas de la mañana.
Su movimiento, calculado hasta el extremo.
Su ordenación perversa
y, a la vez, admirable.
No conocerás a nadie.
En ese rincón del autobús
serás consciente del exiguo
espacio que ocupamos en el mundo.
Un universo aterradoramente minúsculo,
pero un universo al fin y al cabo.
No conocerás a nadie
y sin embargo aquellos viajeros,
efímeros y somnolientos,
te serán para siempre familiares.
El trayecto será largo
y aun así llegarás pronto al colegio
(recuerdas parte de su ruta:
Rambla de Guipúzcoa, Bac de Roda,
calle Mallorca, avenida de Roma…).
Aprenderás a construir un territorio
a partir de unas pocas calles.
Apenas sabías que todo lugar
encierra en sí otros lugares.
Recibirás más lecciones de esos viajes.
Comprenderás, por ejemplo,
que un refugio no se encuentra
en un espacio remoto,
sino en el hueco que has podido ocupar
en un vagón de metro
o en un autobús lleno de gente.
Comprenderás que para aislarse
no se requiere un paisaje desierto.
Basta con saberse solo
entre otros semejantes
con los que nunca hablas.
De las horas en el colegio
recordarás una tarde.
Fuera llovía y la lección avanzaba.
Alguien recitaba en voz alta
el nombre de los planetas,
que por entonces eran nueve.
Retendrás esa tarde
porque aprendiste uno de los pocos versos
que todavía sabes de memoria:
monotonía de lluvia tras los cristales.
Allí, pegado a la ventana,
siguiendo el curso de las gotas,
lograrás imaginarte en otro lugar.
Habrás iniciado, sin saberlo,
esa costumbre tuya
de estar siempre en otra parte.
En una fuente de Montjuïc,
mientras miras a la cámara.
En el parque de la Ciutadella,
que en aquel momento te parecía inmenso.
En las pistas de tenis
que improvisaste con tu padre.
En las vías de la estación de Francia
y en las palabras que leías al abandonarla
(Sí, Barcelona és bona…).
Estarás en otro lugar,
porque a media tarde dejarás el centro.
Volverás al margen.
El regreso bajo tierra será,
en el fondo, similar:
cambiar de línea,
acortar el trayecto
con algún juego recién inventado,
repetirte a ti mismo
unas cuantas palabras
por el simple placer de recordarlas.
Así pasarás tus primeros años,
en esos trayectos en los que, aún hoy,
intentas encontrarte.
Acabas de escribir el poema
más largo de tu vida.
Ficciones
A este lugar le sucede
una impostura:
la lluvia que empapa el toldo,
el nombre de una calle extranjera,
el vidrio que nos separa
y nos vuelve invisibles,
la hora exacta de lo impreciso.
Tono de voz, postura, ritmo al andar.
El pliego del abrigo.
La mirada aparentemente casual.
El movimiento espontáneo que creemos
dirigido, ante todo, por el azar.
Una impostura, es cierto.
Aunque así es, a veces, la vida:
hacer de la mentira
una forma de verdad.
Una impresión cierta, tal vez dudosa,
de todo lo que nos rodea.
La memoria que nos queda
es también eso: un hecho lejano
al que se añaden otros hechos más ajenos
y extraños.
Frases confusas serán, con el tiempo,
nuevos axiomas.
La temperatura variará de un calor tibio
a un clima frío, quizás gélido.
La anécdota menos conocida de algún autor
será explicada como una experiencia propia.
(La vivencia actual es sólo un ensayo
de una narración futura –y ya sabemos
lo que eso significa).
Ese es el presente que dejamos,
el de una suma de ficciones.
Debemos ser conscientes de que esa impostura,
en ocasiones, también nos salva.
El lugar de la escritura
buscaste una casa
y encontraste
la prolongación
infinita
de una sombra
Laia López
Hay algo heroico en cerrar una ventana
y echar la llave a una puerta.
Algo heroico en apagar la luz
y buscar a tientas una butaca.
Heroico es levantarse
y comenzar a caminar por la habitación,
porque se ha recordado una frase de Pascal.
Hay algo heroico en querer habitar
una ausencia de luz.
En cerrar los ojos para añadir más oscuridad.
Mirar hacia el interior debe ser eso.
Dar vueltas en círculos
y averiguar el alcance de las manos.
Hay algo heroico en ser uno mismo
y abandonarse.
Aunque no haya nadie alrededor.
Aunque la habitación se estreche
cuando alargues los brazos.
Aunque la pared se acerque
y ya no puedas sostener su empuje.
Hay algo heroico en quien no logra vivir
más allá de una habitación cerrada.
Sin título
Esta fe de vida quedará en lo que sigue: en el camino que conduce a una playa minúscula y quizás también desierta; en la boca cerrada de quien todo lo dice; en la travesía que fue Historia y ahora es sólo presente; en las tardes otoñales en donde el frío es un estado de ánimo; en los paseos solitarios que bordean una casa, seguramente la nuestra; en el regreso aún más silencioso al cerrar un libro; en los posos apenas entrevistos desde la espuma; en el viento que mueve, a la vez, una ropa tendida y el mástil de un barco; en la noche que se enciende cuando la convertimos en un verbo; en las habitaciones vacías mientras se abren a otras voces, otros ámbitos; en el tiempo detenido desde las ventanas de un café; en la escultura que inunda, ella sola, la superficie de un museo; en los jardines que prolongan al mismo tiempo una ciudad y un bosque; en el lugar habitado sólo por lo intangible; en los títulos aún no concebidos que darán pie a otros poemas; en la página que nos sorprende con una nieve temprana o una lluvia fina, casi imperceptible; en la pantalla de un cine al que le ha precedido una inmensa blancura; en los lienzos cuyo único objetivo es ocultarse tras el color; en saberse extranjero de una lengua propia; en un nombre que pronunciamos poco antes de que desaparezca; en el extraño cauce que entrelaza una evocación ajena y una calle de la infancia; en la perversa alegría de quien se cree, ante todo, un ser triste.
Esta fe de vida es sólo un paso por el mundo, una enumeración de elementos dispares y una forma de ordenar el azar. Aunque ocurra en el tránsito de una vida cualquiera y su existencia sea, simplemente, un poema sin título.
Sobre un tema de Blas de Otero
Pregunto por la distancia
entre el libro y la vida
y accedo a la ventana para ver el mundo.
Una comarca indescifrable se abre paso
y me quedo a mitad de camino.
Establezco un pacto secreto con alguien
que asoma entre líneas.
No es más que un rostro oculto
a la espera de un nombre.
Se detiene el lenguaje
y descubre su función de siglos:
definir, en su justa medida,
las sombras que se deslizan
sobre una casa extranjera.
Pregunto por la distancia
y compruebo que no existe espacio
entre uno y otro punto.
Sólo una extraña manera de permanecer,
de fingir,
de estar atento.
Aparentar que somos uno
cuando, al observar por la ventana,
también mentimos.
Definición del viaje
a Antonio Tabucchi, in memoriam
La vida, por sí sola, no basta,
como no basta una ciudad,
de la que conservamos al final
una idea aproximada.
Una estación, cualquier estación,
no es suficiente.
Necesita un tren al que se acceda
entre otros pasajeros,
anónimos y fugaces.
Necesita la imagen de un andén
ya en desuso.
Las vías muertas que, tal vez,
funcionen de nuevo
si alguien como tú las observa.
Un reloj marca la hora y no lo vemos.
Para saber del tiempo basta con la puntualidad
de un autobús que llega del norte.
La miseria cotidiana, te dices,
desaparece al encontrarte en él
mientras inicia nuevamente su marcha.
En un letrero que parpadea,
desde la plataforma número tres,
puedes leer el nombre de varias ciudades.
Tomas una al vuelo.
Jerusalem.
Te viene a la memoria una definición
y la recitas en bajo:
ese es el lugar
en donde todos recuerdan haber olvidado algo.
Dices: estoy donde no debería estar,
pero ocurre que es agosto en todo el mundo
y las tres en Vecchiano.
Sin embargo, no has bajado al andén
para emprender ningún viaje.
Has bajado por el placer que te suscita la espera,
como si en alguno de esos autobuses
viniera también algún familiar.
Detenido, observas a la gente.
A los que aguardan
con un motivo que desconoces.
A los que cargan sus mochilas
y comienzan a despedirse.
A quien regresa después de un día de trabajo
o al que ya no volverá al lugar desde el que parte.
Frente a ellos se extiende aquel atlas De Agostini.
La inconstante medida de los países.
Los nombres que varían según una frontera.
Un universo, pequeño e infranqueable,
capaz de resumirse en unas pocas imágenes:
Coliseo, Torre Eiffel, una pagoda (de Tokio),
puerto de Singapur, Torre de Londres.
Cuando llegues allí por primera vez
sabrás que, en realidad, tan solo has regresado.
La vida no basta,
como no basta una ciudad.
Conviene buscar ese lugar,
casi remoto,
donde parezca que se ha empezado de nuevo.
Página
I
Dejemos hablar al lenguaje.
Que sea él quien ocupe una página
en blanco y la convierta, al final,
en un paisaje.
Se amontonan a los lejos unos troncos.
Su curvatura los trasforma
en una colina milenaria.
El refugio de los que allí se ocultaron,
su asombro al volver la mirada
y descubrir en el aire un signo
de miedo y esperanza.
Bajo la tierra, las raíces moldean
la fisonomía de la sed,
nuestro impulso de beber
aunque no haya manantiales.
Todo se dispone para encontrar
en el desorden un significado.
Una existencia de siglos mutada
en vestigio cuando no quede nadie.
También nosotros formamos parte
de la extraña mecánica que mueve el mundo.
Nuestra manera de avanzar y no detenernos,
sin que suceda nada en apariencia.
Como las ramas que al juntarse
fingen ser un solo árbol.
El límite del mundo, aquí,
no es más que un simple cauce.
La verja, colocada a continuación.
Los setos. El camino de piedras.
La valla metálica.
Los tubos plateados, en diagonal.
La circularidad de los cuadrados
al formar una frontera cotidiana.
La constante y enfermiza voluntad de separarnos,
de hacernos habitar mundos diferentes.
Como seres partidos.
Como dos mitades.
II
Se resume así un espacio imaginario:
la cascada de agua turbia que forman los tejados;
el perfil de una montaña que se alza al final de la calle;
las ventanas y sus mínimos balcones;
el reflejo del mar como línea de sombra;
el ruido articulado de una conversación;
las palabras que al pronunciarse
quedan sujetas a la madera de un portal;
la llamada que no se dirige a nosotros;
nuestra forma de apropiarnos de un diálogo ajeno.
Dejemos hablar al lenguaje.
Si ya no hay nada alrededor,
ni troncos, ni ramas,
ni raíces, ni vallas,
ni tejados, ni agua,
ni balcones,
ni conversaciones frente a un portal,
ni palabras prestadas,
que sea él quien nos explique
por qué vemos con tanta nitidez
el interior de una habitación cerrada.
Las páginas de un libro que alguien,
sin previo aviso,
escribió en nuestro nombre.
Habitación
Formo parte de una habitación. Todo sucede en ella. Formo parte de una habitación y soy lo que queda en cada uno de sus ángulos y rincones. Soy lo que aún permanece porque no me abandona. Nadie, en el fondo, abandona una habitación. Pertenezco a un lugar con cuatro puertas que conducen a una nueva sala. La misma, siempre. Soy una habitación a la que busco un significado. Así nos engañamos y logramos sentirnos menos solos. El miedo inventa nombres para distraerse.
Una habitación es suficiente. Para vivir otra vida. O para sumar algo más de vida a la vida. Mi mundo es un misterio de habitación cerrada. Un palacio de cristal, inmóvil y variable. Una doble puesta en escena. Un territorio vacío, porque carece de cuerpo aquel que la ocupa. Tampoco yo tengo cuerpo cuando la habito. O lo tengo y no lleno con él ningún espacio.
Me basta con saber que existe una habitación capaz de albergar a tanta gente. A la vez. Uno a uno. Les observo por el ojo de la cerradura y dialogo con ellos en ocasiones. La habitación reproduce el silencio de quien nos habla en otra parte. Así responde la habitación, con el ruido de pasos que aún la cruzan de uno a otro extremo. Con su quietud al simular que han comenzado a vaciarla.
No soy más que una habitación. Desconozco los motivos que me han conducido a ella. Tal vez no necesite respuesta alguna. Tal vez, me digo, tampoco yo sepa dársela. Ignoro por qué una habitación y por qué sería peor si no existiera. Una habitación que comienza a desaparecer cuando estoy dentro y escribo.
Quizás ya no quiera ser más que una habitación, invadida y solitaria.
Sin poder salir de un lugar que alguien, una vez, llamó W.
Teoría del cuerpo
a Marta Agudo
El desierto aún por descubrir en unas manos y la piel ajada por los años. El hervor que separa el mar y la espuma que desplaza abruptamente unos labios. El muerdo furtivo del que desea y la masticación frenética de una epidemia. La gota de sudor que cae sobre otro cuerpo y la gota que se pierde en una sala de espera. La piel que se abre para recibir más piel y la que se rompe para diseccionar un pecho inerte. Toda la luz que cabe en un enlace y la densidad gris de una articulación que se fractura. Los brazos que se curvan para saludar y los que se pliegan abrazando a un familiar ausente. La mirada ciega por el asombro y la vista cansada de quien no puede observar apenas. El miedo expectante de la primera vez y el miedo inasumible de un enfermo que nos juzga. La tensión feliz de quien se palpa el estómago y el dolor punzante del que aguarda noticias ya inevitables. Los pasos que despiertan para provocar un encuentro y la huida hacia un lugar en el que no sale nadie. El arañazo fugitivo de una caricia y las uñas que rasgan madera y aire. El idioma mudo tras el orgasmo y el lenguaje imposible ante un féretro que arde. La forma en que una habitación se ilumina a media noche y el parpadeo agónico de una luz que se apaga. La saliva sobre la almohada de una pensión del centro y la que humedece un hospital a oscuras. Un territorio que se expande y otro que se extingue sin decir nada. Un corazón que resucita frente a un espejo y uno que bombea al ingerir un nuevo fármaco. La respiración entrecortada por una muerte efímera y el último latido de una muerte constante. El sexo y el placer, la sutura y la maleza. La satisfacción por el don de la ebriedad y la amargura por no asumir una condena irrevocable. La ley que se asimila y se celebra y el accidente aleatorio que nunca nos eligió para salvarnos.
Todo esto nos alberga. Una geografía de horas ya marcadas que, a medida que trascurren, se trasforman en un cuerpo cada vez más inexplicable.