Antonio Silvera Arenas
(Barranquilla, Colombia, 1965) Cursó estudios superiores de Literatura y es magíster en Literatura Hispanoamericana y del Caribe. Es autor de los poemarios Mi sombra no es para mí (1990), Edad de hierro/Mi sombra no es para mí (1998), Cuesta trabajo (2006), El fantasma de la alondra (2011) y Universos (Editorial Mackandal, 2019, ganador del Portafolio de Estímulos Germán Vargas Cantillo). En 1993, en reconocimiento a su primer poemario, participó en el Foro Joven, Encuentro de Escritores Iberoamericanos Menores de 30 años realizado en Mollina, población de la provincia de Málaga, España. Sus poemas han sido publicados en antologías colombianas y en revistas internacionales. Ha obtenido menciones de honor en el Concurso de Minificción Luis Vidales (2010) y en el Premio Nacional de Cuento de la Fundación La Cueva (2014). En 2012, participó en el evento “Lecturas Internacionales en Lisboa”. También fue distinguido con el premio al Mejor Director de Taller de la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa en 2009 por su trabajo al frente del Taller Literario José Félix Fuenmayor, que fundó en 2006. Se desempeña como docente de Literatura y en labores de edición.
Poemas de Antonio Silvera Arenas
Big Leaguer
En verdad yo soy un beisbolista famoso,
el mejor lanzador,
cuya recta supera el promedio de lejos
y hace girar en trece formas la pelota.
Al más poderoso bateador
lo he humillado en el plato,
perdido el equilibrio,
laxos los potentes brazos
y los ojos vueltos al más alto cielo
donde nunca llegó una pelota.
Estos versos no son ni la sombra
de las proezas que realizo
en el estadio pleno
que una vez soñó mi padre
y allí él sonríe y exhibe su orgullosa filiación,
mientras mastico un chicle inacabable.
Tan distinto del que en este mundo escribe
y erra cada lance
y él me compadece y se malhaya.
El jurista
También soy un magistrado insobornable,
lúcido y ecuánime
en un país de lobos, como este
(el humano no cambia en los infinitos paralelos
de los mundos posibles e imposibles).
Todos esperan mi sentencia
y hasta el más terrible tirano
teme que un día llegue a mis manos su expediente.
Estudio cada día las leyes y los códigos
y aunque mi madre me pide clemencia
en ocasiones,
también allí mi padre está feliz de su vástago,
pendiente de mis fallos
que no ocupan las páginas centrales
del diario como los peloteros de las mayores ligas,
pero que en algo le recuerdan los cuatrocientos pies
del jardín central vencidos por un batazo descomunal
y a veces me ovaciona,
como en un diamante, ante el televisor
en que una fresca y bellísima presentadora lee
la noticia de un juicio resuelto con total agudeza y probidad.
El tullido, el atleta
Cada paso avante del tullido,
en la infame calle
que lo agobia con sus autos,
es una mofa
para el esbelto atleta
que se ufana de haber vencido el récord
en una pista hecha a la medida
y ante una tribuna colmada de fanáticos.
En ese esfuerzo
por llegar a la calzada opuesta,
que cimbra su cuerpo entero
en un baile grotesco y desfasado,
colapsa la altanería humana.
Y por la mueca sufrida de su rostro
y el sudor que empapa su camisa blanca,
el planeta, el universo,
con su vertiginoso paso
hacia la nada,
se atollan, se avergüenzan.
Transiciones fatales
Ese terrible momento
en que el odio colma
el generoso pecho del aliado
y él se torna en tu enemigo más tenaz.
O cuando se apaga la sonrisa
más sublime de la amada,
al volverse su esposo de repente,
descubriendo
que no era para él.
El terrible momento
en que se quiebra
la cadenciosa gracia
del poema.
La vida, los árboles, el cielo
Un segundo más
o un segundo menos
y los aminoácidos no se habrían combinado
en la fatal forma que comparten
los microbios, las savias y el humano.
Un segundo más
o un segundo menos
y el ave habría perdido
(¡qué lamentable ausencia!)
el gen que precisaba
para emprender el vuelo.
Un segundo más
o un segundo menos
y las raíces habrían logrado
el prodigio de andar
con que las brujas timaron
a Macbeth.
Un peldaño más
o un peldaño menos
y no entendiera ahora,
que, en ese mediodía,
era el cielo
el que para mí
bajaba en tu sonrisa.
El antídoto
En memoria de Gabriel García Márquez,
que, antes de que llegara La Inevitable,
se perdió en los laberintos amnésicos de José Arcadio.
Me cuentan que te has perdido
entre un sinfín de cuartos,
que descifras sin premio
un viejo manuscrito, en un taller
remoto y reluciente, donde siempre es marzo
y hace fresco.
Ya no salen prodigios de tus manos de mago,
dicen. Ni conjuros tremendos de tu boca.
La peste del olvido te ha llegado
y ningún viejo sabio concebirá por ti
la sustancia apacible que nos diste
para recuperar nostalgias extraviadas.
Yo no quiero creerlo, no es posible,
pues dejaste marcado cada objeto, el elusivo
tas, los pájaros, la lluvia, el corazón
con un preciso círculo de yodo
para el disparo de gracia cuando faltes
y lloviznen florecitas doradas.
Lo demás,
habrá que señalarlo con el dedo.