«Breve historia extensa de la novela colombiana en décimas», por Daniel Samper Pizano
He aquí la versión completa de la respuesta que Daniel Samper Pizano diera al discurso de posesión de Juan Gabriel Vásquez como miembro de la Real Academia de la Lengua, el 2 de febrero de 2024. Algunos apartes de esta ponencia se presentaron como abrebocas en la revista Ulrika 74.
En cierto cuento de Juan Gabriel Vásquez, titulado «Las ranas», un veterano de la guerra de Corea advierte al soldado Salazar: «Los que más hablan son los que menos hicieron».
Como no quiero que caiga sobre mi cabeza el comentario del veterano, procuraré hablar poco y hacer más.
Respetuosa y orgullosa de su pasado, esta vieja casa quiere también asomarse al presente y el futuro, convencida de que la lengua española es el mejor vehículo para adentrarse en el universo abigarrado, mestizo, fresco, inquieto y rico de América Latina y España.
Nuestro instituto fue el primero de su índole en el Nuevo Continente y es copiosa la lista de grandes autores y gramáticos vinculados a él a lo largo de más de siglo y medio. Nos hemos propuesto celebrar ese sesquicentenario pensando en el próximo y por eso intentamos sumar a hombres y mujeres de valía intelectual dispuestos a trabajar por nuestra lengua.
Ya lo sé. El déficit femenino en este grupo sigue siendo bochornoso, aunque hoy figuran más académicas de número que nunca. Era solo una en 1984, cuando se posesionó Elisa Mújica. En este momento son cinco, lo que significa que cada diez años se suma otra mujer, dato bastante penoso.
También se ha reducido la media de edad. Hay ahora más jóvenes que hace un tiempo. Hablo de gente menuda aunque algunos pinten canas, porque la adolescencia sorprende a los miembros de las academias, aquí como en España y en Francia, cuando rondan ya los cincuenta años. Es una sabrosa manera de rejuvenecer.
Quienes examinan en los óleos de este edificio los rostros de sabios ya mayores, con barba poblada y cuello tieso, tienden a creer que aquellos compatriotas que en 1871 fundaron en Bogotá la primera extensión de la Real Academia Española eran unos viejitos adorables.
Grave error. El promedio era de 38 años, y don Miguel Antonio Caro, uno de sus primeros directores, no llegaba a los 30. Viejos, nosotros, queridos amigos, que hace pocas semanas posesionamos a Juan Esteban Constaín, un niño de 45 años, y hoy lo hacemos con Juan Gabriel Vásquez, quien a los 51 es once mayor que don José María Vergara y Vergara, cuyo tesón permitió formar esta asamblea.
Vergara y Vergara falleció a los pocos meses del nacimiento de la Academia. Fue sobre todo un gran historiador y un entretenido cronista que, entre otros aportes valiosos, demostró que el buen humor no riñe con el rigor investigativo. No es célebre por sus novelas, pocas y casi desconocidas, por lo cual sorprende saber que quizás la primera vez que en una sesión de la Academia se mencionó este género fue en 1872, cuando don José Manuel Marroquín evocó al ilustre finado y citó a Olivos y aceitunos todos son unos, su «novela de costumbres políticas», como la definió el famoso humorista.
Digo que es curiosa esta cita porque en el siglo XIX colombiano reinaba la poesía en el mundo de las letras. Eran los tiempos en que los cachacos llevaban hojas de rimas frescas en el bolsillo y practicaban la ley del talión lírico: «Si me lees, te leo».
Es verdad que Jorge Isaacs había publicado María en 1867 y que por la misma época aparecieron algunos textos novelescos de Soledad Acosta de Samper. Las ficciones, sin embargo, eran rara avis en la literatura nacional. El gran imán era el poema, hasta el punto de que en 1589 don Juan de Castellanos escribió en verso su formidable crónica sobre el descubrimiento, conquista y colonización del Nuevo Mundo.
Al relato ficticio llegamos tarde. La obra mexicana El Periquillo Sarniento, de 1816, considerada la primera novela latinoamericana, antecede en veinte años a María Dolores o la historia de mi casamiento, de José Joaquín Ortiz, que podría ser la precursora nacional.
Hace un siglo era difícil predecir que la poesía dejaría de ser el género literario más socorrido en Colombia y que en menos de cuatro décadas la novela asumiría la responsabilidad de practicar la vivisección de nuestra sociedad, nuestros problemas, nuestras tragedias, nuestras alegrías, nuestros personajes, nuestros sentimientos y nuestro pasado.
Es preciso aceptar que la poesía, el ensayo y la historia se han quedado cortos en la tarea de explicar el país. Lo han hecho mejor, en cambio, las ficciones al acudir a las palabras, las peripecias, la recreación y la sonrisa.
Cuando los libros de historia omitieron la tragedia humana y el desastre natural que ocurría en nuestras selvas, se encargó de contarlos La vorágine en 1924. Y cuando se necesitó una visión totalizadora de nuestra sociedad, Cien años de soledad asumió con excelencia la tarea.
Añadamos que la crónica periodística de las últimas décadas, antes cautiva del relato costumbrista, ha logrado efectos parecidos a la novela, gracias a que copia de ella recursos y técnicas.
Juan Gabriel Vásquez es cronista, ensayista, catedrático y poeta. Pero sobre todo novelista. Él ha sabido utilizar los instrumentos del narrador para, mezclados con sus investigaciones sobre hechos y personajes históricos, explorar lo que hemos sido y lo que somos.
Como él, decenas de autores escudriñan el alma y el esqueleto de este país acudiendo a su imaginación de relatores.
Al dar la bienvenida al nuevo miembro correspondiente quiero rendir un homenaje a la novela colombiana y a los escritores que se han ocupado de trabajarla y renovarla.
Dice la mitología académica que en otros tiempos era habitual escuchar en sus salones estudios eruditos y esponjados poemas para saludar a un nuevo miembro.
Me habría encantado ensayar algunos malabares líricos con el ritmo yámbico o el trocaico y abrumarlos a ustedes con un hexámetro dactílico y además homérico o al menos una buena oda pindárica. Pero sé que, por admirable herencia de familia, Vásquez prefiere la humildad encantadora del verso popular.
Ningún formato más querido en esos terrenos que la décima, ejercicio de grandes poetas del Siglo de Oro, en particular el rondeño Vicente Espinel, de cuyo fallecimiento conmemoraremos cuatro siglos dentro de dos días. De hecho, este acto de hoy inaugura el oficialmente llamado Año Espineliano.
La estrofa de diez versos y ochenta sílabas prácticamente se extinguió en España y en cambio vive, andariega, descalza y feliz, en las canciones y coplas del pueblo latinoamericano.
Para no seguir concediendo la razón al veterano amigo del soldado Salazar, abrevio el discurso y procedo a leer unas décimas espinelas en homenaje a nuestros novelistas. Cuento para ello con una inmejorable compañía: la de la actriz Katherine Vélez que, con generosidad extraordinaria, ha aceptado acudir a la cita académica de hoy para enriquecerla, ennoblecerla y casi me atrevería yo a decir que embellecerla, pero parece que este tipo de inocentes galanterías están actualmente prohibidas.
Y ahora sí, «va por usted, compadre Juan Gabriel», como diría un juglar vallenato de los que exaltamos en esta misma sala hace veinte años con alguien que llevo en el corazón: mi queridísimo coacadémico Juan Gossaín Abdallah.
Breve historia extensa de la novela colombiana en décimas
Acápite en homenaje a Silva
en séptima consonante
y octava real
«Una noche de murmullos»,
cantaba José Asunción
en la lírica mansión
donde vivía con los suyos.
Mencionaba los cocuyos
las ranas y la humedad
del helaje en Bogotá.
Sus nocturnos son gemidos,
ensoñaciones y ruidos
dignos de fosa o de huesa
o una exangüe luz del día.
Nada pesa en su poesía,
pero otra cosa es su prosa…
(Parece una enorme losa
su novela Sobremesa.)
Soledad, mi tía lejana,
isla en la literatura,
escritora prematura
de la historia colombiana.
Recia dama bogotana,
combatió hombro con hombre
hasta forjar un renombre
para la posteridad.
Fue así mi tía Soledad:
un estado, más que un nombre.
En su núbil compromiso
un ave negra veía
la enamorada María
en la hacienda El Paraíso.
Mas se enfermó de improviso:
¡pobre Efraín, pobre suegra,
a quienes ya nada alegra!
María murió y fue enterrada.
Y en una tumba, parada,
se burlaba el ave negra.
Esclavista es, no lo dude,
la historia del Real Alférez:
revende negras mujeres
y a negros hombres sacude.
A cualquier tópico acude:
un romance entre tapices
muy clasista y sin deslices,
pone Eustaquio de pantalla.
Y atrás, afirma el canalla,
los siervos sufren felices.
Más que bueno fue exitoso,
y fue más cursi que fino.
Lo llamaron el Divino
y solo era escandaloso.
Vargas Vila fue vicioso,
vacuo, vejador, vendido,
vinoso, venal, valido,
volteriano, vagaroso
victimista y vanidoso,
cual la V de su apellido.
No es cosa de Disney, no,
pero este caballo hablaba.
Él mismo se preocupaba
por contarlo, y lo contó.
A Marroquín relató
su vida atado a reatas;
sus cosas tristes y gratas
en la vieja Santafé
y en la sabana, hasta que
el Moro estiró las patas.
Gran figura bogotana,
don Clímaco Soto Borda
a menudo armó la gorda
su chispa audaz y profana.
Fundó la novela urbana
con un idilio en malhora
de un señor y una señora
que fueron muy infelices
entre alcohol y meretrices.
Esa es Diana cazadora.
«¡La selva se los tragó!»,
finalizó José Eustacio
La vorágine, y despacio
en el horror nos sumió.
Qué debacle nos legó
aquella historia pasada:
la cauchería, ya agotada,
fue el fatum de Arturo Cova;
la ganadería hoy nos roba
y la selva está arrasada.
Caballero Calderón
y Manuel Mejía Vallejo
fueron el más fiel reflejo
que dio su generación.
Y Antonio, culto y guasón,
el hijo de Caballero,
que fue frustrado torero,
empleó el humor como medio
y relató sin remedio
la Ilíada de Chapinero.
Con tres pares de cojones
Elisa, Fanny y Helena
destruyeron la cadena
que reservaba a varones
la escritura de ficciones.
Y diré, aunque haya pelea:
cualquier wayú se marea
y sufre terribles daños
si llega a pasar cuatro años
a bordo de Zalamea.
Eran las dos muchachitas
casquivanas y preciosas;
las hermanas Hinojosas
por la historia están descritas.
Fueron mozas favoritas
de próceres inmortales
y sus juegos maritales
saltaron a la ficción.
Ya aconductada su acción,
prosperaron con Morales.
Se anticipó lustros varios
a la que ya se asomara:
una narrativa rara,
con unos nuevos temarios.
Cuentos revolucionarios
distintos a lo común
con enorme influencia en un
clan costeño inspirador.
Fue don Pepe Fuenmayor,
genuino abuelo del boom.
Cepeda ha sido escritor,
parrandero, periodista,
de gallo buen mamador
y cinematografista.
Como compadre, el mejor:
mientras su risa se expande
no hay mal paso que él no ande.
Qué chispeante su cultura,
qué ágil su literatura,
qué grande La casa grande…
La comarca de Macondo,
el nido de los Buendía,
en otros tiempos creía
que el mundo no era redondo.
Hasta que un mago lirondo
rodeado de soledad
explicó a la humanidad
con su barba y su bastón
la maravilla que son
cien años de gabedad.
Le falta espacio al que escribe,
pero le sobran pretextos,
para celebrar los textos
que nos regala el Caribe.
Nadie opinar me prohíbe
que fantasear tiene un dueño
y es el escritor costeño
(nombré a Macondo de aposta).
Sin duda ha sido la costa
la fábrica del ensueño.
Estrambote asonante en séptima
Un estrambote destaca
a Marco Schwartz, Alba Pérez,
Jota Mercado, Illián Baca,
Olaciregui, Junieles,
(¿a Caputo cité abajo?)
Eva Muñoz, Mora Vélez
y otros que nombro a destajo.
Él se inventó el narcocuento,
vio rezar a los sicarios
y en relatos perdularios
eternizó aquel momento.
Luchó contra el esperpento
de mal modo, que es su modo;
atacó con lengua y codo
y empuñó, gritando ¡basta!,
su misión iconoclasta.
¡Vallejo sacudió todo!
Cantó a la tierra caliente,
a los mares y a los ríos,
a los puertos, los navíos,
la montaña y la pendiente.
Vivió la vida de frente;
Maqroll fue voz de su coro
con una rubia y un moro;
fue pirata, fue errabundo
y, una vez creó su mundo,
hizo Mutis por el foro.
Eremita tropical,
pocos con él han hablado
pues se esconde y es callado
y huidizo en lo habitual.
Es Tomás, en general,
avaro con su presencia
y más parece, en esencia,
ser un fantasma precario.
Pero su obra es, al contrario,
de acerada consistencia.
Metódico es el trasunto
de ganar o de perder.
Así lo deja saber
Santiago Gamboa, y al punto
pasa a escribir de otro asunto.
Sin embargo se le olvida
qué método nos convida
o qué conducta ejercer
para poder obtener
un mugre empate en la vida.
Novelista desde niño,
lo vi sus textos mostrar
a quien pudiera ayudar
con un consejo o un guiño.
A mis recuerdos me ciño
al evocar las canteras
de una vocación de veras.
Escritor de fuerte tranco,
Jorge dio el golpe más Franco
con su Rosario Tijeras.
¡Qué ruidajo hacen las cosas
cuando tropiezan y caen,
y qué eco tan fuerte traen
por pesadas y ruidosas!
Terribles y estrepitosas,
siembran pánico en la gente
y asustan al más valiente
hasta arrugarle la piel.
Pero Vásquez Juan Gabriel
escribe y calla sonriente.
La obsesionan la violencia
la locura y el amor
y su prosa es un primor
por su estilo y su sapiencia.
Premiada con insistencia,
orfebre del español
y orgullosa de su rol,
para que el mundo la vea
Laura Restrepo broncea
sus delirios bajo el sol.
Escribió sobre su padre
un texto estremecedor
que condensaba el dolor
de un atentado cobarde.
También, sin mayor alarde,
al amor le hizo un esguince
como si cumpliera quince
y no su madura edad.
Esta fue tu salvedad,
Héctor Abad Faciolince.
Cocinar una novela
es como escribir un plato:
hay que cuidar la olla un rato
y al lápiz darle candela.
Cualquiera sigue esta escuela.
El problema de Quiroz
es más complejo y atroz
pues el secreto es que trate
de que la trama remate
sin que se queme el arroz.
Si quería William Ospina
hurgar nuestras entretelas,
sus históricas novelas
nos dieron canela fina.
Veo que Constaín se inclina
desde la Mezquita Azul
bajo efectos del Red Bull
a escribir sobre el pasado.
Por eso espero sentado
un novelón de Estambul.
Cuando Antioquia era una olla
de guerra cruel y violenta
surgió quien mejor la cuenta:
el profe Pablo Montoya.
Su vida se desarrolla
con vocación de argonauta
bajo una variada pauta:
ensayo, cuento, poema…
Por difícil que sea el tema,
siempre le suena la flauta.
En la torva oscuridad
explora Mario Mendoza
la caldera bulliciosa
que hierve en toda ciudad.
Al tiempo, desde otra edad,
Pedro Gómez Valderrama
a un teutón genial proclama
y aumenta la rayadura
(esta es metáfora pura)
de un tigre que ruge y brama.
Realista, Rafa Baena
pinta este país violento
y describe con talento
en dinámicas escenas
batallas malas y buenas.
Sonriente, Carlos Castillo
repite un mismo estribillo:
«Mi libro es obra acabada:
las solapas, la portada…
Solo me falta escribillo».
Extraordinaria poeta,
dio un salto hacia la novela,
y, como el más lento vuela,
se hizo en su tierra profeta.
Las claves de su receta
son el amor, la verdad,
las parejas y la edad.
Su mirada de mujer
hace a los hombres querer
que tenga piedad Piedad.
En sus novelas (no flacas)
Ricardo Silva ha contado
historias de hoy, del pasado,
y de un man llamado Cacas.
Barroca y también berraca,
su prosa es un tibio abrazo
que envicia paso por paso,
como el fútbol o el alcohol.
A mi juicio, es Autogol
su más sabroso golazo.
El codiciado Alfaguara
diéronle a Pilar Quintana,
que lo ha recibido ufana
y así otro premio acapara.
La perra, su obra preclara,
sin apremios, sin afanes,
tiene ya miles de fanes;
y sin afanes ni apremios
seguirá ladrando premios
hasta ganar el de canes.
Mientras Albalú trinaba,
tejía Germán Espinosa
y Evelio, pluma furiosa,
a Bolívar enterraba;
Solano a Corea viajaba,
Juan Sebas volvía a comer,
Melba, feliz sin saber,
escribía a García Robayo
(de quien Antonio es tocayo)
y Fayad velaba a Esther.
Y agora, con sones gratos
que cantan hasta los mudos,
pregonaré unos saludos,
como hacen los vallenatos.
Saludo por sus retratos
sobre la gente sencilla
a don Tomás Carrasquilla.
Saludo a Julio Paredes
y doy mi Pax, ante ustedes,
al hijo de La Perrilla.
A Azriel saludo: «¡Shalom!»;
desde su historia judía,
que viene, yo apostaría,
del tiempo de Telecom.
Entre tanto el Uncle Tom
tiene aquí quien lo rebata,
porque el negro y la mulata
han encontrado los sellos
de un autor que habla por ellos.
Se llama Manuel Zapata.
Desde Chambú hasta Changó,
de Tránsito al Arzobispo,
vuela un gallinazo pispo
que una rosa masticó.
Saludo a Andrés, que murió
cuando más nos prometía,
a Efe, Toá, Geno Díaz,
Moreno Durán, Alape;
que Triviño no se escape,
ni Suescún, ni el buen Matías.
Y saludo a Mallarino,
a Londoño, tan mohíno,
a Andrés Arias y al otro Arias
(pues tenemos Arias varias).
A Esteban, un paisa fino;
saludo a Burgos Cantor;
a Gossaín, gran señor,
que cultivó mala yerba.
Eso a Medina lo enerva
y a los Álvarez, peor.
A Sánchez Baute saludo
(ya vamos llegando al fin).
Él, con Abel y Caín,
explicar el país pudo.
A Miguel Torres acudo
pues en sus libros están
clamores de sangre y pan:
las claves de aquel abril
en que un siniestro albañil
dio muerte al líder Gaitán.
Serrano recrea la historia;
Naum Montt monta la pluma;
Pinzón y Marvel se suman;
María Ospina anda en la gloria.
Es siempre la misma noria.
Nos vamos a detener
antes de que, por joder,
vestido de novelista
se nos incruste en la lista
el entromiso Samper.
Yo ya no saludo más
porque la audiencia se aburre
aunque me parezco al gurre
por mi paciencia tenaz.
Y Juan Gabriel es capaz
de soportarme sin mengua
pues su entusiasmo no amengua
y tiene activa la mecha
al festejar que en la fecha
le coronaron la lengua.
La nómina está incompleta.
Faltan muchos novelistas
que no salen en las listas
por a, be, ce, equis, ye, zeta.
Se me agotó la receta.
A muchos los desconozco,
no están otros que conozco,
algunos se me olvidaron
o simplemente no entraron
por error. Lo reconozco.
Explico la impertinencia
de este homenaje sencillo.
Quien cuenta es un Pepe Grillo,
una voz de la conciencia.
Mintiendo con transparencia,
luminosa como un rayo,
la novela, sin desmayo,
nos señala al rey desnudo:
lo que la historia no pudo
y no consiguió el ensayo.
Estrambote final consonante en séptima
El novelista es un grito,
un despertador contrito
que rescata del letargo
con su terca cantaleta
a un país dulce y amargo.
Y ahora sí, no más carreta:
pido perdón y me largo.
Muchísimas gracias a todos y un feliz fin de ceremonia…