Carlos López
(Pajapita, San Marcos, Guatemala, 1954). Maestro de educación primaria urbana por el Instituto Normal Mixto Rafael Aqueche (INMRA) y licenciado en lengua y literaturas hispánicas y en estudios latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Estudió las licenciaturas de derecho y ciencia política en la Universidad de San Carlos de Guatemala e historia en la UNAM, donde terminó la maestría en letras iberoamericanas. Es autor del Diccionario biobibliográfico de literatos guatemaltecos (1993), del libro de calambures Uso de los anteojos para todo género de vistas (1996), de los libros de palíndromos La roca coral (2002) y Naves se van (2003), de las antologías Arder sobre la hoja. Poética de Humberto Ak’abal (2000), Poética de Carlos Illescas (2001) y Los poemas de la poesía (t. i, 2001; t. ii, 2003), de las plaquettes de poesía Vado ancho (1998) y Relámpago nocturno (1999), y de ensayo Tito, biografía mínima (2003), de los libros de poemas Fuego azul (1997) y Bellotas de agua (2000) y de la gramática Redacción en movimiento. Herramientas para el cultivo de la palabra (1ª ed., 2003; 2ª ed., 2003; 3ª ed., 2004). Publica en diarios y revistas de México y Guatemala. Imparte talleres de redacción, poesía, novela, cuento y edición. En 1981 fundó Editorial Praxis –que desde entonces dirige–, donde lleva editados más de 500 títulos. Ha cuidado la edición de más de cinco mil libros, tesis, revistas, folletos. En México, patrocinó la exposición pictórica de más de cien artistas de diversas partes del mundo y ha participado en más de 600 presentaciones de libros.
POEMAS DE CARLOS LÓPEZ
***
Cata se llamaba la única puta del pueblo.
La gente, al pasar frente a su casa
de palos que todo dejaban ver, volteaba,
pero nadie la buscaba ahí.
Los hombres se la llevaban al monte y quién sabe cómo le hacían
el trato. Yo siempre pensé que
en el campo tenía su casa, porque nunca estaba en el pueblo.
Su mamá sí conocía su nido,
pues no le costaba trabajo encontrarla;
se la traía a golpes por el camino
y al llegar a su casa la amarraba a uno de los horcones;
sólo entonces se enojaba la Cata, se zarandeaba, pero nunca se quejó, ni lloró.
La Cata sólo quería estar en el monte. Era tan seria, tan digna,
no hablaba ni se juntaba con nadie; sola,
la más solitaria del pueblo, la historia de la Cata
la sabíamos hasta los niños que todavía no íbamos a la escuela
por lo que le gritaba su mamá cuando le echaba chile y le quemaba
ahí con ocote. La señora se ponía furiosa porque
la Cata no decía nada, sólo se retorcía y agachaba la mirada.
Cata tenía los pómulos salidos y los ojos rasgados
como de china; su cara era redonda, blanca; su pelo, liso,
negro, abundante. Era igual a todas
las mujeres jóvenes del pueblo, sólo que a veces se echaba
un poco de achiote en las mejillas y en sus labios gruesos.
Usaba vestidos de algodón que apenas dejaban ver sus piernas.
Nunca la vi por las calles del pueblo, menos en la plaza o en la feria.
¿En qué se gastaba la Cata el dinero que ganaba?
Como que no sabía que había que cobrar o
daba fiado y nunca le pagaban o lo hacía por gusto.
Era tan misteriosa la Cata, como su desaparición.
Un día se supo que había agarrado camino al monte
y que su mamá se había cansado de irla a buscar.
El fuereño
A Gabriel Pascual
En este pueblo de pobres nunca se había visto un mendigo.
Por eso nadie ve a este hombre hincado sobre la acera que
nada pide, a nadie mira; lleva horas sin mover nada, ni el pie.
Ni lágrimas, ni sudor escurren por su cara, ni una palabra;
sólo sus rodillas sostienen su peso.
Su cuerpo recto parece de madera.
Delante de él duerme un niño que tampoco se mueve.
Son las 12 del día. Nada se mueve en este pueblo caliente:
ni una nube, ni una gota de humedad; ni la fritanga, ni el comal,
la Coca-Cola, las moscas, las ondas de la música que nadie oye.
La mirada de la mesera se estampa en una tortilla
sobre la que se posan las moscas.
Enfrente de esta mesa hay un dolor que no deja comer.
El hombre de la acera no mueve ni un ojo.
Un hombre arranca su moto y sube a su mujer y a dos hijos
que tampoco ven al hombre gris sobre el asfalto que arde.
En este pueblo todo quema, hasta el saludo.
***
Tishudos éramos, pero la gente nos decía tishes.
Los tishes éramos los sin zapatos, los que no teníamos derecho
de pisar el piso bien aseado, porque hasta un trapeadorazo
nos aventaban, más si era de parte de las deadentro, las
que más lidiaban con pasar el trapo a cada paso de la gente.
La higiene da presentación. Dios guarde si
uno se asomaba a los sillones de la sala de la casa de los patrones,
tan cubiertos con felpa, con telas típicas,
con tal de que no se desgastaran.
La cosa era tener a buen resguardo los sillones floreados,
que uno adivinaba así, porque no se veían con tantas cosas encima.
Los tishes éramos invencibles por curiosidad.
Las cosas que veíamos eran ajenas,
mirarlas era nuestra forma de darles valor;
los dueños lo sabían, por eso nos prohibían verlas, pero
soportaban nuestras pisadas llenas de lodo hasta la baranda.
Los tishes éramos buenos futbolistas: hasta la orilla de la carretera
retumbaban las patadotas de los tiros de esquina
(cobrados debajo de un árbol de hojas que de tan verdes parecían azules)
de uno que nunca se dejó poner zapatos ni porque
jugaría contra el Municipal, ese equipo ganador,
mimado por la afición, con todas sus estrellas de la capital.
(Afición fue un término que los tishes adoptamos de inmediato.)
Cómo gozábamos los tishes esos partidos en medio de la aflicción.
Dejé de ser tish desde que una tía me puso los tenis
de su hija. Mis patas se convirtieron en pies:
dejé de sentir la tierra, mis pies empezaron a apestar y todo lo que pisaba
me quemaba. Entonces la gente empezó a decir:
«no sabe andar; camina como pisando brasas; encima de tish, retobo;
se le salen los dedos; es 30 y usa 40; anda como nadando con las patas».
Y era cierto. Pero tenía que usar esos zapatos
porque eran mi pase para poder pisar otros suelos.
Me daba vergüenza usar esas cosas azules y blancas que atrapaban
mi paso. Mis amigos se alejaron.
Mis pasos descalzos en el jardín de jazmines
me acercaban a la nostalgia de los cajones de muerto
que olían tan raro.
Una vez que aprendí a caminar con tenis, me pusieron botas de hule
que se convirtieron en mi defensa contra las culebras, las espinas,
los vidrios, la lluvia, el agua estancada.
Al usarlas, se me cocían los pies; mis compañeros
de juego empezaron a decirme el patasblancas.
Yo me quitaba lo que trajera en los pies siempre
que iba a jugar con mi pelota de tripa de coche,
no sólo porque tenía que cuidar mis tenis o mis botas
para que me duraran toda la vida
sino porque descalzo jugaba mejor, tenía más control sobre el balón.
Un domingo, día que se comía carne y
la gente mayor se echaba su trago a la hora de la comida,
fui a ver un partido de futbol entre las reservas del
equipo más odiado del país y la selección de mi pueblo.
Ganaron los tishudos, a pesar de los pisotones de los otros.
(Luego nos enteramos de que los visitantes sólo
habían vestido el uniforme de ese equipo,
que en realidad eran de una colonia lumpen de la capital,
pero el tish cobrador de tiros de esquina
le había descolgado un pie con todo y zapato de futbol
a uno de los rivales.)
Como era un gran partido, había mucha gente;
teníamos que estirar el cuello para poder ver algo.
Mientras yo estaba concentrado viendo el juego, alguien
me jaló los tenis y se los llevó colgados sobre los hombros.
Lira
Árbol del tiempo alumbra
las horas calladas; el río guía
los campos en penumbra.
La soledad hendía
en sus laberintos la noche y el día.
La obsesión por el agua
diluye la esencia del sauce que llora:
en las horas desagua
el sereno de esta hora
en que el reverbero del mundo aflora.
Ojo de agua, reflejo
del universo; la luna se moja,
toca el fin del espejo,
de estrellas se despoja,
cada resquicio del tiempo deshoja.
Lenguas de zarza ardiente
buscan las aristas que, disfrazadas,
contienen la creciente,
las fuerzas encantadas
que rebalsan castalias desbocadas.
Reflejando la sombra
de cuerpos que deliran abrasados
la luna ve, oye, nombra
a los cantos rodados,
los pone en el camino trastornados.
Al descubrir su sombra
los pájaros esconden la mirada,
buscan quién los renombra;
cuando abre la alborada
infinita, se pierden en la nada.
Veo en el río ensueños,
serpientes negras, rojas. Nada ofusca
la visión de mis sueños,
rebelión de la brusca
marea que interroga la señal, busca.
Raíz amortajada
se ilumina con profundas piedras,
aroma embalsamada
germina cantos, hiedras,
relámpagos, inquebrantables hebras.
Del fuego de un espejo
saltan rayos. Un gato con mirada
de oro ve su reflejo.
Es copa iluminada
de una ceiba música enllamarada.
***
Ser absoluto,
ombligo de la noche,
nostalgia ardiente.
Estrella roja
tiñe árboles de fuego,
se prende el día.
Canto de lluvia
atraviesa la noche:
luna en el pozo.
Perla de mar
se posa sobre el cielo:
canto del agua.
Baja la nube,
eco de caracoles,
flor de luz danza.
Culebra de agua
rumora bajo el puente,
grita la tierra.
Sangra la luna:
abre el pubis del cosmos
trueno de fuego.
Acantilado,
glaciares de nostalgia,
crujen los huesos.
Rojo de sol
tiñe el mar, pinta el mundo,
incendia llanos.
Noche en tus ojos,
estrellas solitarias,
luna en tu pelo.
Noche profunda:
gira el sol en tu pelo,
ángeles vuelan.
Luz azul baña
la cresta de la acacia:
Semana Santa.
Almendranada
En la mariposa de alas de oro
que posó en la esquina del cielo
de mi habitación, entre mis libros,
tejieron la figura con polen
de Sol. De lejanas tierras vino
el espíritu a visitar sueños
mortificados por las ausencias.
Al cielo la luz reverberando,
en laberintos hechos de espejos
presagios de tormentas traía.
Ella mediaba entre delirantes
obsesiones, sistemas, honduras,
desplazaba ignotos territorios
en el absurdo juego Dios-hombre.
Cuando enmudecí en tu cuerpo
calló mi conciencia aprehensiva:
todo quedó más o menos claro
al beber el cáliz desangrado
que ofrecían tus cicatrices negras
oscilantes entre placer, miedo,
relámpagos vesperales y olas.
No tuviste freno de tus partes
ni beso que sobrara en mis ojos:
tu verde lo sorbí en mi brebaje,
apenas amanecido rojo,
entre naranjales y rocíos
del verde mojado de mis pasos
en la clara vereda de Venus.
Tomo del atril el mejor texto
para desleír en tus abismos
la bancarrota de mis deseos.
Deshojo las horas que no pasan,
del tiempo en tu piel aprehendido;
cara que apenas intuyo, zarpo
en el viento fuerte que me lleva.
A la hora de recibir tu cetro
amortajado, señal errante,
tu péndulo, camino cruzado,
silencioso grita: callo, veo.
Oigo el rumor de tus desahogos
rasgando mis ríos venas. Mudos
testigos, nuestros sentidos oran.
No todo es amor. Las cosas pasan
por el tremor de la carne. Otro
teje sueños en noches insomnes.
Yo tomo el cáliz amargo, ofrenda
extraviada en infinitos nombres.
Abro mi piel y no te hallo, sólo
rumores de sangre, ecos ausentes.
De la puerta recojo palabras
desprendidas de la madrugada,
solo vuelvo a la diaria agonía,
a la ausencia, relámpago diurno
que quiebra el espíritu, deshebra
el aire; los pequeños sonidos
traen tu voz, tu palidez, sombra.
Perdí la razón: se nubló el tiempo.
Busqué refugio desesperado;
nos cobijó una manta de estrellas
que vi caer sin fin, inasibles,
mientras la oscuridad nos poseía.
Enhebro ayeres con luces ámbar
hasta que el enebro me obnubila.
Las agujas del diablo aletean
su impaciencia en la cuerda floja;
el reloj marca lentos infiernos,
se dilatan otras oquedades
tras la dura neblina en los ojos.
Pierdo los caminos aprendidos;
agujas de luz son los recuerdos.
Derrumbo mis sentidos ahítos,
mis razones diluyen tu imagen
entre palabras aprehendidas,
espirales de viento enredado,
caracola embrujada con notas,
eco de todas las voces, raíz
de vocales desarticuladas.
Dame tu amoroso odio, el veneno,
intoxica la grave sintaxis
de mi sangre, clorofila
desbocada, incontinente,
que busca sueños yacentes bajo
la piel del sueño, metáfora, oro
del agua que dispersó el otoño.
Ahora no significa nada.
Desde el origen del tiempo nimba
en el amanecer de alfabetos
el numen memorioso, tu nombre,
sangrante universo del inicio.
El corazón de la noche pauta
ritmos, agujas con luna nueva.
Desgarro milímetros de ausencias,
tomo medidas entre tu espacio
y el mío. Como de tu pan dulce,
bebo fuego nuevo en el hornillo
de tu sexo. De ti me alimento
lamiendo dolores de mi sangre,
ahogándome en tu interior lascivo.
La mariposa negra aparece,
sola, en la cerrada noche. Vela
oníricos deseos, dolientes
carnes, recuerdos trepanando ansias,
vigías sinfín, vacíos tiempos
en que no se espera nada, a nadie.
La luz rompe la mortaja diaria.
Tarda, pero siempre acude. Grave
metáfora de la vida, avisa
muerte, que es del ser la otra figura.
Despliega sus alas en la puerta,
reposa del viaje la fatiga,
coge llantos, dolores, adioses,
y, sin destino, a la nada parte.
Velo tu cuerpo que sueña cimas;
estampado con deseos, cantos,
amoratado, lleno de esencias,
copa, deshora la madrugada.
Derramo mi alforja llena de lunas,
mis ojos abiertos que ya no miran
sino oquedades, resquicios, simas.
Llené mis ojos con luz del día
para besarte toda en la noche
con la mirada que refulge entre
los poros de tu piel, haz de gato
alumbrando tus profundidades.
Descubro, entre saltos y silencios,
trazos que interrogan los senderos.
Destapé el baúl, saqué las cartas;
puse las letras de los afectos
sobre el pedazo del tiempo, vida
que huye en recuerdos, sueños, misterios;
claves que no abren soles encierran
pasiones ocultas, susurradas
apenas al oído de la hoja.
Deseo somos, pasiones, sueños.
No más que letras, somos sonidos.
Abro las vocales que me dieron
nombre entre murmullos que agonizan
en los atardeceres, en luces
negras que, enfebrecidas, mudaron
hasta la forma de iluminarnos.
Al final de nuestro andar, palabras,
siempre en el principio. Balbuceantes
metáforas, claves heredadas,
símbolos, imágenes, enigmas
se van, se olvidan cuando la muerte
arrebata los recuerdos, sólo
deja monosílabos, deletreos.
Nuestra sangre, hechura de alfabetos,
ahoga sueños que navegaron
el universo, todas las sangres;
lenguas, historias, leyendas, luchas
contra espíritus, dioses, demonios
cabalgan sobre caos, rupturas.
El mundo se reordena en la muerte.
La tarde tragada por la noche
bifurca sombras que fueron luces,
aumenta los laberintos; pasos
que no tocan el suelo se escuchan
sobre la piel del viento, rozan
el límite de la otra frontera,
inmersa en el fondo de la hoguera.
Quema el recuerdo, quema el estado
de amor, quema la tarde, la ausencia.
Todo debe arder para inventarnos
de nuevo en el cuerpo consumido
en el crepúsculo por la espera.
Todo debe quemarse en la tarde
para que la noche llegue sola.
Limpia la noche un viento, tornado
que nadie ve, que solo oigo; barre
caminos, deshoja la presencia
del Creador en la Tierra; presente
y pasado dialogan, conjugan
ecos de tormentas; la locura
de los árboles contagia al cielo.
Las nubes pasan, cargan el polen
negro de las altas horas; cierran
las esquinas de luz de la luna,
orugas que ventean en el cosmos.
Lentas, las horas reviven ideas,
imágenes; graban los instantes;
mácula del tiempo, su existencia.
Copas en llamas de árboles negros
quemados por relámpagos diurnos
alumbran la cresta de los tumbos
de la creciente de la rivera,
gusano de luz que se desliza
dentro del manto de estrellas de agua,
rebosante de peces de fuego.
Las luces de la noche transporta
el río. Ni un nauta lo navega.
Sólo presencias lo orientan. Aguas
en las que se bañan solitarias
ánimas, seres nocturnos; sombras
que bajan a llenar sus atarrayas
destilan lágrimas, luces, fríos.
Fuego azul nace en el centro, origen
de la luz, irrupción de la vida.
Luz somos, de la luz provenimos.
Muertos, se cierran los ojos, luces
que acarrearon un trecho de tiempo.
Sale el relámpago al final, lleva
de vuelta al origen la energía.
Por la cabeza se va la fuerza,
por la fuente de luz se disipa
el infinito, todo lo creado.
Criaturas de la nada, a la nada
volvemos; al fuego eterno, inicio
de lo otro que nunca nos fue dado.
En el caos, el olvido es destino.
Ritmo y ripio raptan los reptiles
al oír el río riendo; reptan
al tronar de los rastrojos, rompen
ramas rimeros de los escombros.
Redes remendadas por remeros
reverberan lo atrapado, raros
peces arponeados, masacrados.
Dolorosos versos, abalorios;
cobre, bronce, herrumbre, retorcidas
figuras, metáforas rasgadas;
al derrochar palabras se abruma
la forma; se construyen derruidas
moradas, cárceles para el verbo,
en lugar de palabras libertas.
Setenta veces siete es el mismo
número de sílabas paradas
en un pedestal. Siempre es adverbio,
adjetivo, sustantivo, tiempo.
Infinitas veces se perdona.
Diario se recoge la cosecha.
El mismo camino recorremos.
El ocho es una mujer dormida,
oxímoron viendo el infinito,
el Oriente frente al Occidente.
Mares de luz que mudan su forma
con el soplo divino. Celestes
noches sin oscuridad. Historias
que cuentan la inmensidad del canto.
Repetición que no es igual nunca;
fin del principio, el mar; las olas
son eco, ritmo de las historias
que creamos para reinventarnos
en el no-tiempo, con las mentiras
de la eternidad, la permanencia
que aspiramos para consagrarnos.
Desnudos frente a la verdad, somos
humildes ante tronos, poderes
que esclavizan nuestro pensamiento;
arrostran la vergüenza con sangre
de nuestro río algunos hermanos.
El numen del universo regla
mareas, caudales, clorofilas.
Dios creó la destrucción creando
al hombre, que no para en su empresa
de conquistar todos los espacios,
tiempos, movimientos; que edifica
paraísos encima de infiernos,
basureros bajo la ignominia,
enclaves, imperios, vasallajes.
Su criatura, imperfecta, inexacta,
se impone todos los adjetivos
en la mente; se ufana, arrogante,
de sus medallas, trofeos, marcas;
el pecho condecora con cruces;
el fracaso de los otros goza;
las lágrimas del dolor son su oro.