Diego Despreciado

Poeta, narrador y dramaturgo de Urabá. Ha publicado Pequeñas crónicas del Nuevo Mundo y Cielo de tierra; propuestas ganadoras del portafolio de estímulos del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia en las modalidades de cuento y dramaturgia en 2016 y 2022. Ganador del XXXI Concurso Universitario Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia. Ganador del Premio Distrital de Poesía 2023 del Idartes.
Del poemario ¡Júntense pa la foto!
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Mi madre me enseñó
de matemáticas y de fracciones
con el algoritmo de la solidaridad:
“donde come uno comen dos”.
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Una gallina ciega, que tenía mi madre, abrió sus alas y apadrinó a unos pollitos recién nacidos que habían quedado huérfanos. La gallina solo precisó el piar triste de aquellos pollitos para adoptarlos como suyos. Cuando mi padre nos abandonó, a mi madre y a mí, al poco tiempo apareció en la puerta de la casa un chilapo con una mano de plátano; se trataba de un trabajador bananero que luego se casó con mi madre y se convirtió en mi padrastro. Mi tío Toño era estéril y no pudo tener hijos, pero se enamoró de una mujer que llegó a su vida con un niño bajo el brazo, y un día se llevó al niño a la registraduría y le dio su apellido para que pareciera que fuera hijo suyo, y lo crio como a un hijo. A veces pienso que el amor no se guarda en el corazón como todos creemos, porque el amor, a veces, va más allá de la sangre.
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Un puño es la medida universal de la agresión.
En mi familia un puño siempre ha sido
una medida de cantidad
de abundancia
de solidaridad;
un puño de arroz
un puño de maíz
un puño de lentejas
un puño de frijoles.
En mi familia
un puño es la mano que se cierra para recoger
y que luego se abre para compartir.
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Hace algunos años mi abuela me enseñó fotografías familiares, que se ven dentro de pequeños visores, que funcionan mirando con un solo ojo y apuntando a una fuente de luz como una bombilla. Por allí pasan primos, tíos, hermanos, personas cercanas a la familia, personas a las que ha ido arrastrando el tiempo. Algunas tardes quiero ver a mi abuelo, a quien se lo llevó un cáncer hace algunos años. Entonces salgo a la acera de la casa y miro con un ojo su fotografía dentro del pequeño visor, y apunto hacia el cielo, para buscar a mi abuelo en aquella luz.
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Me gustan las casas de antes y las familias de antes. Las casas de antes tenían grandes corredores, y las familias de antes tenían bastantes hijos. La felicidad, el sentido de la vida, parecían consistir en tener niños corriendo alrededor de la casa. Los espacios como la cocina eran para preparar la comida de los niños y que comieran después de correr. Los baños eran para que los niños se lavaran los pies después de correr. Las habitaciones eran para que los niños descansaran después de correr. Las sillas mecedoras eran para balancearse sentados mientras se veía a los niños correr. Los días domingos y festivos eran para no ir al trabajo y ver a los niños correr. No eran las columnas las que sostenían las casas de antes, eran los corredores.
Del poemario Una patria para el caracol
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En esta patria aprendemos a caminar antes de nacer. Caminamos en el vientre de la madre antes de tener pies. Nacemos mientras nuestra madre está caminando. Durante toda la vida, abrimos caminos, sobre los cuales nos gastamos caminando. Hacemos amigos caminando. La gente nos mira desde las casas, a las orillas de las carreteras y los caminos, mientras saludamos caminando. Morimos caminando. Después de morir caminando nos llevan en hombros, otros que con nosotros también vienen caminando. Luego abren un hueco en la tierra y nos arrojan mientras nos lloran y se alejan caminando. Cuando ya estamos adentro de la tierra, y no podemos seguir caminando, nos crecen las uñas y los cabellos; raíces que por fin alcanzamos a echar solo en el seno de la tierra, y así descansamos de tanto ir de pueblo en pueblo caminando.
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En las casas que hemos tenido que abandonar
quedaron las bisagras
como mariposas de hierro
oxidadas
custodiando puertas y ventanas
que no se volvieron a abrir.
Adentro
la vegetación ha crecido
sobre las grietas y los rincones
como plantas ornamentales
adornando la soledad
como plantas de interior.
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La patria es un árbol
de millones
de kilómetros
cuadrados.
Para abrazarlo
en su totalidad
se necesita
que se unan
de las manos
por lo menos
dos personas.


















