Felipe García Quintero
Colombia, 1973. Es doctor en Antropología y se desempeña como docente del programa de Comunicación Social de la Universidad del Cauca, en Popayán, donde reside. Ha publicado los libros de poesía: Vida de nadie (1999), Piedra vacía (2001), La herida del comienzo (2005), Mirar el aire (2009), Siega (2011), Terral (2013), Algún latido (2016), Animal de ayer (2018), Rengo (2021) y Cosas vistas (que el viento desnuda y cubre con el aire de otro nombre) (2024). Participa en antologías y panoramas actuales de poesía colombiana e hispanoamericana. Algunos de sus libros se han traducidos al francés, inglés, italiano, portugués y árabe, y editados en Canadá, Estados Unidos, Italia, Brasil y Siria. Obtuvo por concurso los premios Encina de la Cañada (España), Iberoamericano de poesía Neruda 2000 (Chile) y Eduardo Cote Lamus (Colombia).
Poemas de Felipe García Quintero
Sin huellas
La niña sigue de pie al borde de la escalera eléctrica del centro comercial.
Debe bajar pero no lo hace, solo mira crecer el abismo del aire oscuro delante suyo.
Es cuando el silencio se abre en sus ojos para devorarlo todo. La prisa del tiempo se detiene en el rincón de quien atiende su llamado invisible.
La gente la mira o no, igual se alejan de espalda a su terror. No advierten la feroz batalla que libra ni la tempestad en sus labios cerrados por el grito de la voz muda.
Me acerco y le ofrezco mi brazo enjuto. Sin verme lo toma y da el primer paso.
Mientras descendemos siento su temblor en mi sangre. Y es suyo mi aliento en reposo dentro de su corazón a tientas.
Ante el escalón final le cedo mi lugar y triunfal me dejo caer en tierra firme.
La miro avanzar, alejarse; irse de mis ojos para siempre, libre.
Quedo a solas con el mundo.
Palabra de carpintero
Mañana sí, de seguro.
Confíe en mí,
siempre cumplo.
Para hoy no puedo,
a usted le conviene esperar.
El día termina,
aunque vaya de largo,
siempre pasa lento,
pero no le alcanzo.
La madera necesita sol,
usted lo sabe.
Para terminar de morir,
a la sombra del silencio,
es preciso su luz,
su beso,
su abrazo;
su mirada
en la paz de callar
y ser buena mesa,
buena silla,
buena cama,
buen ataúd
o un juguete a solas.
Para hoy no puedo,
a usted le conviene esperar.
Lo constelado
Crecer duele, lo sabe el árbol reclinado contra el cielo.
También la piedra que mira siempre adentro, enterrada al costado, como el hueso.
Porque no basta el aire para vencer la distancia del aliento, allí donde palpita el latido callado, sin eco.
Cuánto ardiera lo visto por el silencio, si ahora cesa el estruendo mudo de alzar la voz del suelo, y mirar la sombra de lo dicho a lo lejos.
Relámpago
De noche, el agua y sus piedras, escucho caer sobre el tejado.
Y mis ojos cerrados se topan con el insomnio del mundo.
No miro nada más que la oscuridad en las estrellas, cuando cubre las llamas del parpadeo.
Otros animales también husmean entre el silencio de la hierba, como yo, la luz profunda de un desolado reino.
Liturgia
Sobre el piso llano brilla el polvo de nuevo. Minúsculo y pródigo su exceso.
Paso mi mano y lo palpo sin verlo. Detengo mis ojos en sus filamentos.
Lo siento latir, lo sacudo y estremezco. El polvo sin fin vuela:
Miro irse lo que soy por el aire, lo que soy al caer al suelo, la criatura a quien doy mi visión y mi aliento.
Las gallinas
a la memoria de
Guillermo de Jesús Quintero
Estas aves lerdas crecieron conmigo en el patio. Sin embargo, no han merecido antes un pensamiento mío.
Sólo hasta ahora que las recuerdo acompañando el silencio quedo de aquellas tardes largas del verano.
Porque escarbé la tierra con ellas, su maíz, grano a grano, llenó de soles mis manos.
Muchas veces de niño trepé al árbol y sacudí con fuerza los brazos, y cacareé la dicha de tener primero el tibio huevo torneado de blanco.
Por cierto, no son estas las aves que Baudelaire vio en nosotros. Tampoco guardan la virtud del ruiseñor de John Keats, ese pájaro no destinado a la muerte. Menos aún la fortuna de la alondra de Quessep, ni conservan algo de las 13 facultades que Wallace Stevens notó en el mirlo.
Nada de eso les ha sido conferido a las gallinas.
Ningún linaje o atributo más que pisar la tierra con nosotros, de andar por siempre en el suelo picoteando cuencos vacíos de estrellas.
Y como nosotros hoy, ellas un día también ya lejano, perdieron el vuelo mas no ese cantar el campo.
Desde entonces nunca jamás por el alba se extravió el rumbo del labrador solitario.
Res
I.
La vaca muerde la hierba
y su aliento estremece la luz del polvo lunar.
Temblorosa es la música entre sus patas,
hondo el respirar del viento.
La cola que aparta las moscas
flota, rema.
II.
La vaca llama a ser vista por sus grandes ojos abiertos.
La lentitud, y no la hierba, es lo que cavila en la paciente sombra.
Tiento la tierra que la junta al cielo.
Montaña de sólo aire el pensamiento donde el silencio se despeña.
III.
Arriba en la montaña,
inmóvil, una vaca sola pasta.
A su sombra mis ojos buscan refugio.
La vaca mística de la infancia
sobre el llano alto, casi en las nubes.
Un poco de ese fulgor toca mis manos.
Desde entonces, en cada piedra, el horizonte nuevo.
La cabra
Como Umberto Saba, he hablado a una cabra.
Y como hoy yo mismo, estaba sola en el prado, atado, como ella también de noche, a un viejo lazo, ahíto de hierba. Bañado por la lluvia, igual, balaba.
Ese su balido, como ahora el poema, era fraterno a mi dolor. Será porque yo hablé primero que la cabra entonces se acalló. Y porque el dolor es eterno, dice el poeta, tiene una sola voz y nunca cambia.
Mi voz escuché en el gemir de la cabra solitaria.