Juan Calzadilla

(Altagracia de Orituco, Venezuela, 16 de mayo de 1930-Caracas, 15 de junio de 2025). Poeta, ensayista, gerente cultural, artista plástico y crítico de arte. Estudió en la Universidad Central de Venezuela y en el Instituto Pedagógico Nacional. Ganador del Premio Nacional de Artes Plásticas en 1996. Integrante de El Techo de la Ballena (1961). En 1973 fue llamado para ocuparse de la primera edición del Diccionario de artes plásticas en Venezuela, publicado por el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (Inciba). En 1976, al crearse la Galería de Arte Nacional, se desempeñó como subdirector y asistente de la dirección hasta 1979. Fue coordinador y luego director de la revista Imagen, de 1984 a 1991.
Irrumpe en el espacio literario venezolano a mediados de la década de los cincuenta con Primeros poemas (1954). Entre sus libros destacan: Dictado por la jauría (1962), Malos modales (1968), Ciudadano sin fin (1970), Oh, smog (1978), Táctica de vigía (1982), Diario para una poesía mínima (1986), Principios de urbanidad (1997), Minimales (antología, 1993), Diario sin sujeto (1999), Aforemas (2004) y Precipicio sin bordes (2016), entre muchos otros títulos. En 1994, con motivo de su visita a Colombia en el marco del Festival Internacional de Poesía de Bogotá, la revista Ulrika publicó su antología Malos modales como justo reconocimiento a su obra.
En 2016 recibió el Premio León de Greiff al Mérito Literario, otorgado en Colombia por la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín y la Universidad Eafit.

Juan Calzadilla: invitación a un paisaje sin lugar
Por Robinson Quintero Ossa
En Caracas acaba de morir Juan Calzadilla. En 1994 la revista de poesía Ulrika, con ocasión de las lecturas del poeta en el Festival Internacional de Poesía de Bogotá, el también poeta Robinson Quintero Ossa escribió las palabras que siguen sobre sus poemas. Reproducimos dicha nota como una manera de destacar la vida y la obra del escritor venezolano. ¡Que sonría en paz!
El descubrimiento de un buen poeta en la vida de un hombre, sea este un iniciado en la poesía o apenas un eventual explorador de ella, es como el descubrimiento de un nuevo amigo que, con el tiempo, se hace entrañable. No por cosas del azar un lector encuentra en determinado poeta el amigo que le acompañará de allí en adelante. De esta magnitud afectiva y espiritual es el encuentro con Juan Calzadilla. En un comienzo el poeta ofrece un trato que, para quien apenas lo conoce, es desconcertante, difícil: es un recién conocido que no entrega fácilmente su confianza. Sin embargo, cuando se logra al fin ganar su cercanía, cuando nos hacemos cómplices de su palabra, es un amigo que se entrega por completo, como ese que, cabal en todo sentido, nos enfrenta y cuestiona sin la más mínima condescendencia.
Calzadilla es un poeta que invita al lector a una suerte de trampa, a una aventura que aun cuando pueda convertirse en un mal trago, ya en la resaca nos entrega un premio: su lucidez. Desde un comienzo, el lector debe ir dispuesto a que lo pongan contra la pared, a asumir incluso el que en un momento dado el poeta se burle de él, como lo hace de sí mismo, que lo desnude, como lo hace con él mismo. Y esto porque en sus textos el venezolano pone todo en duda, cuestiona, asume una conciencia extrema de las cosas, sin concesiones. El autor interroga, sondea, coteja, construye, trata de darle una salida afortunada al lector, para terminar por dejarlo mordido por la duda, impío, perturbado, vivo o, en una sola palabra, lúcido. Quienes lo leen, entonces, se encuentran ante sus poemas como ante un juego sin resolución, o que no se resuelve como habría de esperarse, al punto de que nada extraño sería el que nos sintiésemos, con versos de Tennesse Williams, «como niños armando el nombre de Dios / con un rompecabezas que está equivocado».
En general, la obra de Calzadilla es una gran arte poética, lo que quiere decir, un continuo ejercicio de reflexión. Lo anterior dice también de una alta dosis de inteligencia en sus escritos, tan palpable que uno no deja de preguntarse si, además de leer un poeta, leemos también a un profesional de la inteligencia. Sin embargo, lo que en otros no deja de ser cargante, en el poeta venezolano se enriquece por el hecho de que este último es dueño de una sensibilidad poco común, extraña, cuya mayor cualidad radica en el hecho de llevar la palabra a lo que se podría llamar una poética de la causticidad. Toda su obra es un divertimento en el que se tocan de continuo el pensamiento conceptual y la imaginación. Esta singularidad, en últimas, es lo que define su voz, lo que le confiere un carácter propio a su obra. La evidente perspicacia en sus poemas no está puesta al servicio de lo «profundo», de lo técnicamente literario, sino más bien en función de una claridad que en nada riñe con el humor o con la ironía, y que en modo alguno implica el abandono de la sutileza, del pensamiento llevado a su máximo refinamiento.
Estas, creo yo, son las mayores cualidades y la mejor enseñanza que nos deja su experiencia poética, en la que la ciudad, y dentro de ella el hombre con sus «mínimos» males, está siempre presente como tema central. Calzadilla representa, con fidelidad, la auténtica conciencia de lo que puede definirse como un ser urbano. El autor de Oh, smog y Diario para una poesía mínima, dos de sus libros representativos, conoce todos los recovecos de la urbe, pero no la urbe en un sentido figurativo sino más bien abstracto. Lo imagino, aunque parezca absurda la comparación, como un Whitman que camina sus calles, mas no airoso, no exaltado por la sensualidad, no llamando a la creación de una gran nación, sino meditativo y alerta, lleno de intimidad, construyendo una nación de más pertinencia y más común a todos los hombres, la nación del pensamiento: ese paisaje sin lugar.
Sirva la presente nota para brindar desde estas páginas reconocimiento a una voz que, en el actual panorama de la poesía hispanoamericana, no tiene paragón y que –por lo mismo– aporta con su obra un registro nuevo a las palabras y a la sensibilidad de quienes saben permanecer atentos, de los que todavía no caen adormecidos por las verdades hechas, por las academias, por los programas, por el lugar común; una voz que ha sabido asumir esta intranquilizante paradoja: «la única tradición que debe permitirse el poeta es la del futuro». Invito a los que aún no leen los poemas de Juan Calzadilla para que conozcan a alguien que puede ser, en palabras de Wallace Stevens, «un amigo más amigo que el mejor amigo».

Notas con ocasión de la muerte de Juan Calzadilla
A los 94 años de edad ha muerto en Caracas el pintor y poeta Juan Calzadilla, cofundador del Techo de la Ballena. Fue sin lugar a dudas un hombre de voz y de oficio: audaz, rebelde, perspicaz, curioso, batallador y pedagogo.
Su trabajo de artista es un legado que fortaleció buena parte de la vida cultural venezolana.
Durante los últimos setenta años —uno de los espacios más encendidos en el horizonte internacional del siglo xx, por la anarquía de las discusiones vanguardistas—, tuvo la entereza de prestar atención a la realidad, fijándose propósitos relacionados con su papel de artista, pero sin abandonar el compromiso social.
Nos queda la honda complacencia de haber tenido la oportunidad, durante muchos años, de regocijarnos con su amistad.
Para el grupo de Ulrika sus visitas siempre fueron una celebración por su agudeza e ironía que daba noticias de su sagaz inteligencia y que nunca olvidaremos.
Van mis condolencias para la cultura latinoamericana que sufre una gran pérdida.
Fernando Linero
De todas las cualidades que han alumbrado la poesía de Juan Calzadilla me quedo con los faros con los que él iluminó el concepto de su oficio. Nadie se ha burlado de la poesía más que él, sacándole los trapos al aire, las vergüenzas ocultas, sus secretos ensimismados, su roña y su misterio. Pero nunca le habló con odio; cada verso suyo, escrito con ironías, desprendía llamaradas. Y nos sirve a los aprendices para iluminar un poco nuestros propios versos. Gracias por eso, don Juan, ahora que usted ha partido acarreando sus propios secretos.
Enrique Sánchez Hernani
Postales de Juan Calzadilla tomadas por Enrique Hernández D’Jesús



Poemas de Juan Calzadilla
Epitafio
En mi entierro iba yo hablando mal de mí mismo
y me moría de la risa.
Enumeraba con los dedos de las manos
cada uno de mis defectos
y hasta me permití delante de la gente
sacar a relucir algunos de mis vicios
como si me confesara en voz alta
y en la vía pública.
Comprendo que esto no es usual en un entierro
ni signo de buen comportamiento.
Un ciudadano cabal, aun estando muerto
—cuando es él el centro de la atención—
debe guardar las apariencias
y cuidar de no exponerse al ridículo.
Poesía por asalto
Como el asaltante que se hace de una bella rehén
y sin dar el frente se escuda con su cuerpo,
pistola en mano, marchando hacia atrás,
así por la fuerza, para escapar del cerco
y para robarte la voz y sentirla
como si fuera la mía,
así, Poesía, te he tomado por asalto.
La tradición
¿Es que toda tradición es solamente anterior? ¿Acaso no
hay una del porvenir? Una tradición de la que no se
esté arrepentido porque no ha pasado. ¿Una tradición
con la que no se esté en deuda por el hecho de que
pertenece exclusivamente al futuro?
Gema del sentido
Hay que tallar el sentido, no la forma. Hacer gema
de la transparencia del verbo.
Pero que la herramienta no sea el buril o el escoplo,
sino el escalpelo.
Hay que hacer del lenguaje algo más transparente.
Que se pueda mirar a través de su opacidad
como a través de un cuerpo.
Poesía objetualista
El problema no es crear una lámpara en el poema.
sino cómo, una vez creada, encenderla.
Así con la rosa: la cuestión no es inventarla
en el poema, sino colorearla.
La rosa no es rosa hasta que la mirada la entinta.
Es el color el que decide. No la palabra.
El poeta es un estorbo, ya lo sé
El poeta es un estorbo, ya lo sé.
Lo que mejor llega a expresar de sí no da pie
para que se le considere un ciudadano de provecho.
Lo que dice no es por cierto lo más edificante
que de un buen ciudadano pueda oírse.
Ni será tan divertido su tono como para que
se le aplauda por eso. Y si fuera próspero.
Y si llegara a expresarse bien,
sin miedo ni remordimiento, tampoco ganará puntos
para que le asignen por eso una butaca
de primera fila en el Congreso.
Ni la audacia de su discurso conmoverá tanto
como para esperar de él que tome las riendas
saltando al coso de los asuntos públicos
armado de una flor y una metralleta.
Nada brillante se encontrará así pues en su discurso
para que yo, tomado en trance, ponga por él mis manos
sobre el fuego
pues ni el alma del peor virus de mala muerte
estará ausente cuando para juzgarlo
al lector le toque apretar el gatillo.
Nudo gordiano
Tensa el hilo. Hazte duro con él, como bejuco. Y cuando
veas que te arrastra, córtalo de un buen machetazo.
Ahora bien: ¿Qué es más libre? ¿La cuerda que se parte
o la cosa que ella agarraba?
Y he aquí la conclusión que saco:
—Si no soy capaz en cualquier momento de arrojar
todo por la borda y de tener el coraje de no mirar hacia
atrás, entonces sólo amo al pasado.
La complicidad campesina del poeta
—Este es mi testamento. Verán que es tan grande y,
encima, tan extenso que para leerlo necesitarán ustedes
disponer de todas sus vidas. Y extendió sus brazos
hasta donde abarcaba con ellos el horizonte en torno:
arbustos y hierbas simulaban muy bien una escritura.
Sobre el ocio
Aprende del ocio
No te pasa factura
No te sigue ni pide que lo sigas
No te impone reglas. No te da órdenes
Deja que tú seas.
No te dice lo que tienes que hacer
pero tampoco quiere que hagas nada.
Es lo más parecido a un poema.
Lazarillo
Siempre tiene que llevarse a sí mismo
y, además, sin soltarse, agarrado de su mano.
Sólo así está seguro de que no
podrá extraviarse. Siempre tiene
que llevarse a sí mismo
sin soltarse y agarrado de su propia mano
como si de sí mismo fuera el lazarillo
cuando en verdad tampoco está
bien seguro del sitio a dónde se dirige
puesto que para saberlo tendría
que saber antes de dónde viene.
Y en esto también el poeta es el ciego
que en todo momento necesita
conducirse agarrado de su propia mano
como si de sí mismo fuera él el lazarillo.
Ítaca
Es más fácil llegar para el que está dentro
que para el que viene de afuera.
No es menester que avance andando lentamente
o a la carrera, que sepa la dirección o que la averigüe.
Ni que dé muestras de estar llegando, liviano o exhausto,
a campo traviesa, por avenidas, bosques o encrucijadas.
No importa el medio de transporte, lento o acelerado,
ni la velocidad a que hace el camino ni el paso de las horas.
Bien enterado del sitio, no necesitará cruzar la calle
ni abrir la puerta para informar, como Ulises, que ha llegado.
Y para que, dentro, en el hogar estén junto a él
convocados,
al calor del fuego, unos brazos, una mirada, unos labios.
Bastará que esté en su casa
para saber en ese mismo momento
que sin necesidad de venir de afuera
ya ha llegado
ya ha llegado.
Y ahora la historia de la crítica
En esta ciudad todos quieren la muerte del poeta.
En Palacio todos quieren la muerte del poeta.
En la Academia todos quieren la muerte del poeta.
Los poetas mismos apuestan a la muerte del poeta.
Y cuanto antes. Pues sólo así, una vez muerto,
se podría comenzar a hablar de él. Mal o bien.
Vitrina a la intemperie
Cuando huye de la ciudad es para seguir buscando
a la gente; es decir, para rehacer la ciudad en el campo.
Ch. B.
Sale al campo a procurarse, para su solaz, el paisaje.
Yendo por la campiña, a mitad del camino,
se desespera:
—¿Pero cómo? ¿Qué haré? Lo dejé en casa
olvidado en un bolsillo.
Y regresa a la ciudad, en busca del paisaje.
Prólogo de los basureros
Avanzaré sin sentir asco
ni pena ni repugnancia
largo a largo a tenderme en las gradas
de este reino donde el papel higiénico
flamea en los palcos de botellas.
Me iré a engordar los límites
en donde el cují y la rosa
se abrazan sin contrariarse
y la ciudad está en paz con sus víctimas
y no duerme desvelada
por el pico de los pájaros ebrios
que a mis sueños escarban sin prisa
y a mis expensas
aún no terminan de darse su cena.
Barranco abajo coronando los cerros de lata
con el sol retorciéndose en mi espina
encontraré jirones
el hule de los sillones baratos
y veré la carcoma
con sus huevos al hombro
entrar a los túneles del cedro.
Aquí donde al salitre por fin
los automóviles dan su brazo a torcer
y el jugo de frutas
no anda más por las ramas
y chorrea por escalones
de la depredación.
Avanzaré entre la goma espuma y el anime
entre el poliéster y la fibra de vidrio
entre el vynil y la silicona,
marcharé avaro forrado de ropas
bamboleándome como un astronauta,
calzado con zapatos de a kilo
descenderé por las dunas de vidrios rotos
y el corcho de los desiertos.
Avanzaré a buscar lo que de ningún
modo encuentro, buscaré
lo que no se me ha perdido
entre resortes cuyos espirales
a mi paso hacen befa de mis pantalones
inflados como globos por el viento.
Subiré a los altares donde
el cobre y la porcelana
al paisaje montan guardia
y en la rosa del orín
dan a beber la gota de agua
que ya no sale por los caños.
Aquí donde el fuego no anda con rodeos
y va rápidamente al grano
como la luz en la punta del rayo.
Me iré de bruces entre los primeros
a descubrir cuanto antes
la manera de sellar con mi cuerpo
la boca de los tarros de basura.
Me iré a ver cómo en la pira del sol
por orden del instante
arden ya, de mayor a menos,
ay, todas nuestras tribulaciones.
Boquear con propiedad
Boquear con propiedad es una de las virtudes
que a la hora de morir hacen la diferencia
entre el hombre y el pez.
¿Quién en esta circunstancia
mantiene la compostura?
Por regla general el pez.
Mis(ilís)tica
La misilística es una nueva versión de la mística.
Ambas son armas explosivas de la fe. De la fe en
que devastando puede crearse algo nuevo,
así sea un desierto.
De súbito, ilustran de modo muy palpable
los vestigios del porvenir.
La inmortalidad
Están esperando que yo muera para mejorar la impresión
que en vida les causé. Sin duda, esa impresión será en
ellos, después de muerto yo, más intensa.
Porque es la impresión de los que necesitan confirmarse
a través de ella. De los que, a su turno, esperan una
impresión mejorada de sí mismos
Como si en eso consistiera la inmortalidad.
El fin también pasará
El fin también pasará
y vendrá después de este
—el nuestro— otro fin
que también pasará.
Y así hasta que al final
el infinito cansado de esperar
diga si prefiere
dejar las cosas donde están
o si, a su vez, buscará
como nosotros que otro fin,
un poco más allá,
ponga el punto final.
Las XVII Jornadas Universitarias de Poesía Ciudad de Bogotá 2025
y la revista Ulrika agradecen al poeta venezolano Enrique Hernández D’Jesús
por concedernos el permiso para compartir de su acervo fotográfico
las imágenes del maestro Juan Calzadilla aquí publicadas.


















