Julio César Bustos
(Colombia). Poeta, autor de los libros “El Jardín de Mantillo” (1993), “La Romería del Rocío” (1998), “Los Abatidos de Barlovento” (2000), “Voces Silenciosas” (2005), “Amores” (2008), “Bustos y Rimas” (2014), “PQNSC” y “Tríptica de Bacatá” (2018). Es director y creador de la Colección Anverso (poesía bilingüe).
PODCAST DE POEMAS DE JULIO CÉSAR BUSTOS
POEMAS
I. Poemas de “El Jardín de Mantillo”, 1994
En el vergel
Cuando tal vergel veas
Cuando entres en él
No olvides guardar silencio
Que tus pasos sean sigilosos
Tus actos prudentes
Recuerda: allí vela
El hombre su vigilia.
El secreto
En un caserón
en las profundidades de los bosques
donde sólo duendes
y almas pueden llegar
oculto entre telarañas y olvido
plagas trabajan celosamente
en el eslabón que develará
el secreto de nuestra vana
existencia sobre la tierra.
La Peña Blanca
A mis sagrados ascendientes
Alguna vez hablé de las montañas
Pero de las montañas de la infancia
Las montañas de mis padres de mis abuelos
Las montañas que atravesaron
Con mulas cargadas con baúles
Con baúles cargados de esperanza
No sé si huían o buscaban
Tal vez la vida ya por aquellos días
Era un constante buscar una huida
Una ventana por donde respirar
Por donde asomar la testa a las estrellas
«Dios ha muerto» decían los hombres
Lo anunció en una tarde
En medio de la Plaza Mayor de Teogenia
La boca sin dientes de un apóstata que tenía la palabra
Los demás los que escuchaban
La propagaron por el puerto
Tal como lo hicieran las ratas
Con la peste bubónica
Que arribara de tarde a Messina
Los míos sin embargo
Tenían sus baúles bien cargados de esperanza
Partieron no hacia el mar sino hacia las montañas
El mar el antiguo tránsito de los dioses no era ya su camino
Por el mar llegaron los antepasados
Trashumar las montañas era ahora el destino
Por esto algunas veces hablo
De las montañas de la infancia
De las montañas que abandonaron mis padres
Que abandonamos sus hijos
De las montañas adonde llegaron las palabras del hombre
Inevitable el graznido monótono
Salido de la tumba yerta
Donde habitan las cenizas frías
Que mantienen a un dios moribundo
En un baúl abandonado
En la solitaria casa de los abuelos
En medio de la Peña Blanca
Se preservan las huellas de un abatido prestigio
Por esto les hablo de las montañas
De las montañas de mis padres de mis abuelos
De las montañas de la infancia
Donde se conservan abandonadas
Las semillas en el olvido.
El último suspiro
Decir
Aquí estuvo?
Nadie lo supo
Ni él mismo.
Los dioses lo han olvidado
El limbo lo espera.
Salir con la muerte de la nada
Volver a la nada
Su voz lo reclama.
Vivió?
Angustia del último suspiro
Qué ha sido?
Fue?
Dioses
Dejadlo descansar.
No veis que su corazón
Ya está tranquilo.
No veis cómo sus manos
Cesaron de tocar
Los cueros
El tambor.
No veis acaso
Cómo ahora reposan
Serenos
Sus vestigios
Sin la cruz.
II. Poema de “La Romería del Deseo, 1998
En las Tierras de Sarak
Desde la cumbre de la montaña de Pietrov
contemplo el polvo que riega por los caminos,
con su chubasco de arena y olvido,
la caravana de hombres que huyeran
de las tierras oscuras en busca de la luz.
Marcho tras ella.
Días de camino me separan de su estela
hecha de polvo y miseria.
Esto aún no lo sé. Viajo solo.
Mis horas de descanso son breves:
busco llegar a ella antes que se dé inicio
a las fiestas religiosas.
La embriaguez que ofrecen los dioses
es una fuente inagotable para los hombres.
Marcho tras ella.
Me atrasé buscando de manera inútil,
la compañía de una mujer de senos abundantes
que encontrara dando pecho en las tierras de Sarak.
Prefirió continuar amamantando
las crías de un rebaño de lobos deformes y mutilados.
«En ellos veo la esperanza»,
me dijo mirando hacia el horizonte
por donde días atrás se había perdido la caravana.
Marcho tras ella.
Mi única compañía es el silencio
y el caluroso recuerdo de los senos de la mujer
que encontrara dando pecho en las tierras de Sarak.
Tal vez los dioses no lleguen a perdonar mi idolatría.
Estaba cansado de la humedad de las montañas.
Con aquellos días, ocultos siempre,
bajo una espesa tiniebla, buena para fieras,
el frío, desperezándose, penetraba por mis fosas,
tomando su alimento de mis huesos.
Tras varios días de marcha, con poco descanso,
he alcanzado la caravana.
Marché tras ella.
Mi rostro ha sido olvidado
por cada uno de sus miembros.
Todos me miran como un extraño
que ha venido a sembrar la herejía.
Y yo, que siempre he sabido gozar,
como las sagradas leyes mandan,
ferviente y devoto, con el festín de los dioses.
Me recojo en el silencio,
el esfuerzo del viaje ha sido impagable.
No detengo el ritmo de mis pasos y,
aunque marche adelante,
que no se diga que he abandonado a los dioses:
tan sólo he sabido guardar silencio.
La algarabía de la caravana ya no la escuchan mis oídos;
sigo adelante, y que los dioses me sepan perdonar,
pero algún día descansaré junto a los lobos,
junto a la mujer de senos abundantes
que encontrara dando pecho en las tierras de Sarak.
Marcho tras ella.
III. Poema de “Los Abatidos de Barlovento”, 2000
Cartagena de Indias, la antigua
para Álvaro Mutis
la piedra ha venido a ser
una presencia de albas porosidades
Heme aquí al fin
en esta tarde triste
Cartagena de Indias.
Al fin,
después de haber navegado
los mares del mundo,
a la espera de este instante
construido con las piedras
labradas en la cantera
de la imaginación,
queriendo contemplar
en alguno de sus puertos
sin nombre
ni rostro alguno,
la muralla que te nombra
como Cartagena de Indias
antigua
eterna.
Heme aquí al fin
en esta tarde triste
Cartagena de Indias,
mirando,
tocando,
palpando tu piedra,
hecha con la sangre del hombre,
con su triste savia que todo lo marca,
como al toro de lidia
que en las tardes
arenosas de tus corridas,
sale al ruedo a jugarse la vida
su casta
y su verdad.
Así tu presente.
Así has sido erigida
Cartagena de Indias,
como alta muralla que sobrevive
a la terca marea de los hombres,
quienes,
indiferentes,
circulan por el ruedo de la vida
sin rendir homenaje
a la augusta presencia que te nombra
como Cartagena de Indias
piedra
muralla
¿eterna?
Cartagena de Indias
Oriente te ha dado el nombre,
acaso
─y España te bautizó─
acaso,
te pregunto,
como el sol que calienta en esta tarde triste
en este crepúsculo donde,
desde el Castillo de San Felipe
hasta donde han llegado a descansar mis pasos,
en fin,
desde cualquier recodo de tu muralla,
contemplo la ciudad
la antigua ciudad
con sus delgadas calles laberínticas,
con su torre del reloj
donde el tiempo se ha detenido
negándose a ser parte
de la necia rutina que la corroe;
la ciudad
aquella
la antigua,
protegida por un manto de niebla
─de dónde el manto,
acaso el mismo
concedido por Venus,
diosa y madre, a Eneas
para proteger sus pasos a través de Cartago,
la ciudad
la antigua muralla
donde reina aún hoy día,
para infortunio de Escipión,
la amorosa Dido─;
la ciudad
aquella
la antigua,
que mirando alerta
con sus ojos de cañón,
parece aún contemplar
sobre aquel mar homérico de las Antillas,
el tráfico dorado de los galeones,
el acoso de los piratas que, como Drake,
ululan a barlovento su desafío:
“¡Serás mía, Cartagena de Indias!”;
la ciudad
aquella
la antigua
la que contemplo,
la que parece añorar
el paso de los huracanes
quienes,
con sus titánicas manos,
han sabido pulir a través de los siglos
tus heroicas piedras;
acaso,
te pregunto,
en esta tarde triste
en esta tarde en que los hados me han traído hasta ti,
acaso,
te pregunto,
Cartagena de Indias, la antigua,
acaso,
como el sol que ilumina la piedra,
en los abismos de Hesperia
has de desaparecer?