María Ángeles Pérez López
(Valladolid, España, 1967). Poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca, donde trabaja sobre poesía contemporánea en español.
Ha publicado varios libros, entre otros Fiebre y compasión de los metales (finalista del Premio Nacional de la Crítica, Vaso Roto, 2016). Antologías de su obra han sido publicadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey y Bogotá. También, de modo bilingüe, en Italia y Portugal. Está en prensa una antología de su obra en Lima.
Poemas suyos han sido recopilados en antologías colectivas. Acaba de ser incluida en el prestigioso Dossier monográfico “Voix d’Espagne (XXe-XXIe siècles). Résonances contemporaines de la poésie espagnole: Poèmes, poétiques et critiques” en HispanismeS. Revue de la Societé des Hispanistes Françaises 13 (2020) y en Antología. Poetas actuales en sus propias voces dirigida por Rosa García Rayego y Ana Zamorano, Canal de la UNED, 2020.
Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros e hija adoptiva del pueblo natal de San Juan de la Cruz. Ha sido jurado de numerosos premios nacionales e internacionales, siendo el más destacado el Premio Cervantes.
El perfecto dibujo
El perfecto dibujo de la piel amarrada,
a sí misma amarrada,
desplazando el aire con cada movimiento,
tiene un perfil de piedra,
de palote de niño dibujando.
Tiene un peso de piedra
y el oscuro entrecejo de la luz resbalada
porque la luz siempre resbala sobre las cosas
y no lo entiendo.
Dos
Dos piernas, dos rodillas, dos tobillos,
los dedos diminutos de los pies
que son tan parecidos unos a otros
y suman sus falanges en parejas,
los huesos semejantes, sucedidos
y su contaduría vertebral
para escribir el peso o el fulgor
son nómina y carbón en papel copia,
perfecta simetría con que el cuerpo
busca no estar tan solo y se consuela
del lunes y su abrazo envenenado.
Por eso se acompasa en paridad,
escruta sus meninges, sus alardes,
su tiempo entristecido y concluyente
y cuenta sus costillas mientras gime,
porque es inmensa la llanura sola
y el sol está tan lejos como el mar.
El día en que nos faltan los afectos,
palabras olvidadas como trébede,
justicia, lapicera o resplandor,
cuando estalla la flor de la torpeza
y aroma los manzanos al troncharse,
el cuerpo se conforma como puede,
busca su concordancia, su acomodo
para la ley de las compensaciones
y balancea su peso duplicado
por el estrecho beso de lo dual.
Tan solo los impares desiguales
―el sexo, el corazón o la cabeza―
revientan en su plomo solitario,
reclaman con ardor para la sed
y exigen de algún modo compañía,
un canto en que se enreden otras voces
haciendo más liviano el universo.
Islotes
Hasta el poema llegan, como islotes
de óxido y de plancton celular,
los restos silenciosos del naufragio
en que quedan los barcos y los hombres
tras el amor intenso, el oleaje
que levanta su proa y la sumerge
al fondo de la mar y sus caballos.
Las caracolas guardan su rumor,
la lentitud sombría en que los peces
desnudos se acomodan a morir
y vuelven cristalina su belleza
de fósil, su armadura transparente,
su vertical caída hasta el silencio
en que el fondo del mar guarda la espuma
que levantó el deseo y las mareas.
En su abisal distancia deslenguada,
amor y mar comparten varias letras
y la raíz mojada por la sal
empapa cada signo tras su empeño
por la coloración y el frenesí.
La boca humedecida, la entretela
del cuerpo y sus humores ablandados,
las veintisiete letras rezumadas
por la líquida masa del amor
después se vuelven piedra quebradiza,
astilla y fósil blanco en su rescoldo, su agalla enrojecida en el vivir.