Carlos López Degregori
(Lima, Perú, 1952). Ha publicado once libros de poesía entre los que se cuentan Las conversiones (1983), Cielo forzado (1988), Aquí descansa nadie (1998) y Una mesa en la espesura del bosque (2010). Sus poemarios son los capítulos de un único libro titulado Lejos de todas partes 1978 – 2018 que ha escrito a lo largo de cuarenta años y que fue publicado el 2018. El 2019 apareció A mano umbría, un volumen de límites borrosos que reúne memoria, testimonios, poemas en prosa, componentes de ficción, ensayos, y que puede leerse como la contraparte de Lejos de todas partes. Han aparecido diversas antologías de su obra. El 2014 la Universidad Javeriana publicó en su colección Poesía Campo de estacas una selección de sus textos.
POEMAS
DORMIR EN ESTA CAJA
1.
Duermo en esta caja.
Cierro los ojos y los puños
y aprieto pájaros
hasta volverlos una anticipación
de sangre tibia y plumas.
Guardo en esta caja
mis brazos y mis piernas.
Oprimo el vientre para así caber mejor.
Apago el corazón:
envuelvo
en filamentos de oro sus latidos.
2.
Duermo en esta caja
o esta caja duerme en mí.
Entre nosotros hay una igualdad de madera y carne,
un vértigo que nos confunde hasta hacernos indistinguibles.
Abro y cierro cada noche esta caja
y es como si en una música de vértebras
me abriera o me cerrara.
Giro el triángulo de hierro de la cerradura,
le doy infinitas vueltas a la llave
y luego me la trago para protegerla.
3.
Dios me mira en esta caja.
Dios debe acercar sus oídos a las paredes de madera
para escucharme.
La tapa es un cielo horadado de estrellas
y no sé si bajo o subo a él:
adentro hay terciopelos que se erizan con mis pisadas,
hay peldaños,
hay blancos y ciegos animales
que cuelgan como guedejas
y acercan sus amorosos hocicos.
Yo atravieso cámaras y bosques,
salto piedras desbocadas,
vuelo riscos
hasta encontrarlas a ustedes, mis esposas,
con sus cabezas de cabra
embistiendo la noche.
70 centímetros de cuerda
Si esta mañana apareciera una moneda en mi mesa de noche, compraría 70 centímetros de cuerda.
70 centímetros mide exactamente mi brazo y cada uno de los pasos que necesito para salir de mi casa.
Afuera mis botas no dejarían de resonar. Me sobrecogerían las calles vacías, el sol brillando invertido en una moneda perdida en el pavimento. Si recogiera esa moneda podría comprar una hogaza de pan. Con el pan entendería mi hambre y con las migas restantes podría alimentar ratas y palomas que me seguirían como a un pastor.
Una paloma traería una moneda en el pico como si se tratara del fin de un diluvio.
Una rata atravesaría toda la ciudad mordiendo una moneda sucia para tentarme.
Si yo aceptara las dos monedas me alcanzarían para una aguja o una bala o unos labios para restañar.
Si cosiera tus párpados con la aguja fortalecería tu mirada interior.
Si hundiera la bala en tu frente la volvería un jardín.
Si restañara tus labios con mis labios nuevos recibiría a cambio una moneda que me permitiría adquirir una entrada para el teatro.
A las 7 sería el único espectador en la sala.
A las 7 se apagarían las luces y se recogerían las cortinas que son serpientes de tela.
Mis dientes castañearían y se asombrarían mis ojos enamorados de la única actriz.
Si la única actriz me pidiera una moneda, la buscaría inútilmente en mis bolsillos. Mi sonrisa valdría la ausencia de la moneda y hallaría, en cambio, 70 centímetros de cuerda para ofrecerle.
70 centímetros mide exactamente mi brazo extendido con el que te voy a golpear a ti, incrédulo, no sé si para desesperarte o purificarte.
Máquina respiratoria
I.
He preparado una cúpula de cristal para observar el secreto de las afinidades y traslaciones. La he dotado de un dispositivo que la cierra herméticamente y guarda en su interior el aire denso que respiran las almas.
En la noche tomé unos conejos y los introduje en el domo transparente. Una lámina de fuego proyectaba formas y figuras en todas direcciones. Durante más de una hora, los animales corrieron aterrorizados y con sus dientes y patas trataban de excavar un túnel en la pared circular. Poco a poco dejaron de moverse. Un vapor azuloso salía de sus pequeños hocicos y su volumen era igual al aire restado en la cúpula.
El vapor es el alma de los conejos. Y en ellos el alma es el miedo: un casi ojo tenue, inmóvil que hiere la mirada de quien los contempla sin misericordia.
II.
Después reemplacé a los conejos por unos perros que se crían para pelear. Elegí los ejemplares más feroces: un macho absolutamente blanco y dos hembras de colores contrapuestos, una de gruesas bandas doradas y la otra negra.
Con la misma lámina de fuego empecé a trazar entrantes y salientes; dibujé paredes compactas, tejados fantasmas, pequeños abismos. Una abigarrada construcción de luz bullía en la cúpula y el aire denso circulaba con dificultad. Los perros gruñían en el laberinto, intentaban mordiscos y sangrientos abrazos, se producían heridas profundas. Su respiración era una nube rojiza.
Entonces trasladaron sus colores: el animal blanco absorbió el negro de la hembra y grandes zonas dolorosas invadieron el pelaje de la perra dorada. El alma de estas fieras es su perturbación y en estas condiciones espirituales cualquier ser es enemigo. Pierden el propio color para contaminar a la entidad agresora. Es su alma reducida a colmillos y cicatrices.
III.
Ahora solo falto yo. Voy a entrar en la cúpula. Sellaré con pez todas las junturas y me enroscaré como una blanca crisálida. Mis ojos y poros exudarán un hilo de remordimiento impulsado por el viento de mis pulmones.
Toma el amor de mi alma que es respiración y mídelo en su ardorosa exactitud. El volumen de aire que devora es idéntico al volumen de aire que expulsa, pero su calor es diferente. La combustión ocurre en un órgano desconocido que determina la fuerza de las afinidades y traslaciones: el amor inhalado es igual a mi amor exhalado pero cada molécula que sale despavorida es una renuncia o una pérdida. Es como la estrella que se hunde en un punto desolado del espacio y se niega a brillar o como la flor de cien pétalos que anuncia la carroña.
Mi flor de cien pétalos es cruel.
Mi flor de cien pétalos es santa y mi santidad es mi inocencia.
La magnitud de inocencia que ocupo es la que desplazo. Toco con mi lengua y mis labios el vaho incomprensible adherido al vidrio.
Beso noche o beso luz.
Las almas envenenadas que reclamo en este vientre combado de cristal son las que recibo.


















