Fernando Herrera Gómez, poeta homenajeado por el XXXIII Festival Internacional de Poesía de Bogotá

Fernando Herrera Gómez. Foto de J. M. Múnera.
Para el 2025, el Festival Internacional de Poesía de Bogotá, en su versión XXXIII, rinde homenaje al destacado poeta colombiano Fernando Herrera Gómez. El 10 de mayo se presentará, además, el libro Breviario de Santana, preparado por el Festival y que publica Ulrika en coedición con el Instituto Caro y Cuervo, con el patrocinio del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, obra con la cual se reconoce su labor como poeta.
A continuación presentamos una aproximación a su obra.
Fernando Herrera Gómez. Medellín, 1958. Realizó algunos estudios de Filosofía y Letras en la U. de Antioquia. Vivió en París, en España y en Estados Unidos. En poesía ha publicado En la posada del mundo, La casa sosegada, Sanguinas, Bocetos mexicanos. Ha recibido diferentes distinciones por su trabajo. En el año 2007 ganó con Breviario de Santana el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura de Colombia. Ha sido editor de portafolios de obra gráfica, publicista, gestor cultural, profesor universitario y reseñista. Poemas suyos han aparecido en diferentes antologías y publicaciones nacionales e internacionales.
Poemas de Fernando Herrera Gómez, de su libro Breviario de Santana
La ruda
De todos los olores de todas las hierbas, hay uno que pertenece a estas tierras. No es el del pelargonio al agitarlo, ni el del poleo en las eras, ni el del hervor del tomillo en la cocina, ni el del romero de púas como de pino, ni el del cidrón, ni el de la mejorana, ni el del toronjil que alegra el sabor del agua. Es un olor que no se confunde, que salta de pronto entre los arbustos, en los potreros, que nace silvestre a orillas del río, cerca de las tapias, en la mitad de los sembrados. A pie o a caballo, basta con rozar la ruda, con tocar levemente sus minúsculas hojas dentadas, sus flores amarillas, para que su olor se levante como un vuelo de torcazas, para que su aroma nos diga que estamos en Santana.
Desde arriba
Al ascender a galope tendido una de las colinas que rematan el valle, con el jadeo de las cabalgaduras sudorosas, nos detenemos a mirar desde lo alto. Al fondo están las torres de la iglesia del pueblo y sus oscuros campanarios, los tejados pardos de las casas moteados por la vegetación de los solares y, más al fondo todavía, el espejo enceguecedor de las aguas del embalse. A nuestros pies, se divisan las tierras de la hacienda en medio de los extensos y monótonos cobertizos de plástico de los cultivos de flores que niegan el paisaje. Las tapias ruinosas de los antiguos linderos, los pastizales azotados por el viento, los barbechos, la carretera de curvas suaves, el río, los arroyos, los ganados y la mancha nemorosa que oculta la casa, el molino, el granero. Una esbelta torre de hierro sostiene el enorme tanque plástico azul que guarda el agua que surte los grifos de Santana.
La casa
Para quien llega por la carretera que hace un par de curvas en el trayecto de medio kilómetro que hay desde la portada, la casa de Santana queda un poco hacia la izquierda; la entrada principal es por el patio. Aparece de frente con sus dos aguas en los extremos y en el centro el techo que se inclina. Está cubierta de antiquísimas tejas de barro cocido, revestidas de líquenes y musgos. Es de tapias pintadas de algo que una vez fue blanco y con las puertas y ventanas de un azul desvaído. Desde lejos se ve entre el jardín, con su amplio corredor de columnas de madera terminadas en arcos ornamentados con labrados y su chambrana; las puertas recargadas de listones y dinteles como de filigrana. Está medio oculta entre las plantas y, al mismo tiempo, por todas partes invadida de materas con geranios, unas suspendidas del techo, otras en los postes y en el piso en toda suerte de soportes de hierro. En el corredor hay cinco puertas que dan a las distintas habitaciones. Y adentro, en el centro, otro patio, también colmado de macetas.
El huerto
Unos fragmentos de muro lo custodian. Aún quedan algunos manzanos y ciruelos de otras épocas, un papayuelo junto con un matorral de rododendros y unos añosos alisos cubiertos de líquenes se yerguen junto al caño que lo atraviesa. El huerto está a un lado de la casa y aquellas tapias ruinosas le otorgan un aire de claustro de monasterio, una apacibilidad conventual. Las paredes lo resguardan de los vientos, lo que hace que el pasto allí crezca con mayor vigor. El ámbito todo es tan sereno y de tal equilibrio que incluso el agua que corre por la acequia es callada.
Las montañas
Una hilera de montañas marca el límite del valle donde se levanta Santana. Detrás están los llanos infinitos. En tiempos de lluvias se adivinan apenas entre la bruma espesa, pero en los días soleados se recortan oscuras y graves contra el firmamento diáfano. Sus formas son caprichosas. A veces suaves y onduladas, otras abruptas, angulosas. Se perciben lajas enormes —vestigios de antiguos hundimientos, de cataclismos ignotos— que dan con su trazo geométrico una irregularidad misteriosa. Esa es zona de páramos y abundan las lagunas que fueron escenario de ritos religiosos de los antiguos pobladores.
El molino
Hoy es utilizado como casa de mayordomo, pero antes fue el molino donde se trituraban los granos. Tiene un aire oriental de pagoda que le da un pequeño techo cuadrado encima de la cubierta —también cuadrada— que se extiende venciéndose por tramos. Sobre los cuatro caballetes del tejado que rematan en el centro, se posan las palomas que no cesan de zurear. Dicen que en el altillo vive la comadreja que ha diezmado las aves de corral. Su puerta principal da al patio empedrado. Adentro, al fondo, mezclados con carbón de piedra, arden y crepitan los leños en el fogón de la cocina. Sube hacia el cielo el humo sin cesar.
El patio
Queda en el lado opuesto del huerto, y entre la casa y el molino. En la mitad de una tapia cubierta de enredaderas de jazmines, un pórtico alto protegido por un estrecho alero de dos aguas sirve de entrada al empedrado de cantos redondos e irregulares; al fondo hay cuatro o cinco caballerizas en desuso y el cuarto de los aperos. Hay macetas de geranios de distintos colores en las paredes y en los postes en derredor; y en el medio una fuente de piedra en cuyo centro, en lo alto, cubierta de musgo y colocada de plano sobre una vulgar columna de cemento, está la antigua piedra circular del molino. Por el agujero del eje, brota el agua que baña la piedra y que surte al estanque. Unos nerviosos peces rojizos se agitan con el agua que cae.
El viento
Entra por un boquerón de la cordillera trayendo todo el aliento de los llanos. A veces con fuerza, a veces suave, pero siempre constante, un soplo que no cesa, que marchita la hierba, que hace que las flores, los árboles, el pasto y las espigas crezcan inclinados hacia el occidente. Todo, todo en Santana está marcado por ese viento oblicuo, por esa corriente en diagonal que azota los surcos, que desvía el rumbo de las aves, que arrebata los sombreros.
Las garzas
Antes no las había. Fue de unos años para acá que comenzaron a llegar de los llanos calurosos a las tierras frías y pronto estuvieron también en Santana. Se divisan a lo lejos en el verde del campo, esbeltísimas y blancas, con un gracioso penacho de plumas desflecadas en la cabeza y una tenue línea habana en la nuca, en el pecho y en el lomo. Nunca dejan que nos les acerquemos; están siempre merodeando cerca del ganado y de pronto se alzan en un vuelo levísimo del que no oímos ni el más mínimo aleteo.
La siega
Como una jirafa de sueño, se ve lejana en la labranza la alta torre roja de la cosechadora en descanso. Y cuando está en la labor de segar la avena para el silo, va arrastrada por el tractor botando por el ducto hacia el vagón todo el heno ya partido. Es una fiesta ir en el carromato con los niños, mientras el chorro verde y macizo del forraje cae formando una creciente montaña que debemos dispersar apurados con el rastrillo, distribuyéndola por todo el remolque. Y luego de las curvas, al cambiar la dirección de la pluma, escupimos entre risas las briznas que nos han bañado la cara. Después, al bajarnos, cómo pican las parvas entre la ropa, entre las botas.
La oscuridad
Nada como dormir en la oscuridad profunda y el total silencio. La noche del campo, poblada de pequeñísimos trazos de insectos, de insistentes grillos lejanos, de aleteos de chapolas y del caer de hojas solitarias sobre las tinieblas blandas. La sombra imperiosa de una alcoba cerrada con puertas y ventanas de postigos de madera. Y al abrir los ojos cómo acoge la reconfortante bastedad de la negrura, los inexistentes muros, los techos de blanca cal hiriente. Así las noches de Santana. Y al amanecer, los segmentos del día dando a la penumbra su luminosa geometría.
Mariposas nocturnas
Como recordándonos que somos mortales, sorpresivamente, aparecen las grandes mariposas oscuras que invaden la noche con su aleteo de mal agüero, anunciándonos la parca en las cornisas, en el rincón menos sospechado de los dinteles, detrás de las puertas. Pobres criaturas, a las que encuentra ciegas el día y con la escritura de sus alas quebrada.
La niebla
Sucede muy temprano, apenas el sol comienza a salir. Es un manto lechoso que camina, que se mueve entre los árboles, una franja fantasmal flotando sobre el pasto, una gasa que aun no arrastra el viento, desplazándose entre el vaho del ganado. Dura unos pocos minutos, mientras el sol declara el imperio total del día. Se confunde con el humo del vapor tibio del aliento, navega tenue deshaciéndose en jirones mientras la luz visita las corolas, mientras se condensa en las gotas del rocío que luego beberá el sol en cada hoja de hierba.
Tambre
Avanzan serenas las aguas por las tierras planas de Santana. Las acequias, calmas, sonorosas, las llevan bañando los recodos de la planicie que reverdece a su paso. Debe cambiarse de tanto en tanto su rumbo para favorecer otros territorios. Es necesario entonces obstaculizarlas en un sitio determinado y obligarlas a que tomen otro ramal. Se hace el tambre unas veces en cemento y con esclusas metálicas; otras veces se tambra con cespedones y barro apisonado. Toma el agua una nueva dirección que, con los días, hará reverdecer otros pastos.
Los cipreses
Debieron haber sido sembrados cuando se construyó Santana. Sus troncos robustos no alcanzan a ser rodeados por las brazas abiertas de tres personas adultas. Ya sólo queda uno que pronto se irá también al suelo. Eran dos cipreses enormes, albergue de muchas aves, que servían también de pórtico a la casa con sus ramas de verde profundo. Hace poco el más grueso y pesado de ellos se vino abajo. Mató una gansa que empollaba, quebró las ramas de varios árboles cercanos y se astilló contra la isla mayor del estanque. Ahora está el muñón del tronco ladeado en el que procuran verdear algunas enredaderas en medio de la resina del tocón.
El sol
El viento que sopla desde el oriente sin descanso, parece haber arrastrado al sol que ahora se oculta en occidente. Una profusión de arreboles tiñe el firmamento de distintos tonos rosa y naranja. Sopla viento perpetuo para que pase la noche bella de difusas figuras de estrellas, y amanezca y podamos ver otra vez, mojados en luz, los campos, los campos queridos de Santana.