Héctor J. Freire
(Buenos Aires, Argentina, 1953). Profesor en letras -UBA-, crítico literario y de cine. Se desempeña desde hace varios años como profesor-capacitador en el CEPA (Centro de Pedagogías de Anticipación. Capacitación Docente) dependiente de la Secretaría de Educación de Bs.As. Dicta cursos de Literatura y Cine, Cine y Poesía, Pintura y Cine, y Talleres literarios en distintas instituciones y universidades. Fundador de la Primera Escuela Literaria del Teatro IFT. Fue Jurado del Fondo Nacional de las Artes (género ensayo). Forma parte del consejo de redacción de la revista Topía –psicoanálisis, sociedad y cultura–. Fue jefe de redacción de la revista de poesía Barataria y jefe de edición de la revista cultural La Pecera (Mar del Plata). Es responsable de la secciones arte y erotismo de la revista El psicoanalítico.com.ar.
Recibió el premio y la beca a la Investigación Literaria Ciclo 2003, otorgada por el Fondo Nacional de las Artes, por su proyecto Poesía Buenos Aires (1980/1990).
Ha publicado los libros de ensayo: Literatura y cine (1996); Sostiene Tabucchi (1999); De cine somos: críticas y miradas desde el arte (2007); Insignificancia y autonomía –debates a partir de Cornelius Castoriadis– (2007); El cine en su laberinto –literatura, pintura y sociedad– (2009); Cine en tiempos de insignificancia (2013) y El cine y la poesía argentina –ensayo y antología– (2013).
En poesía, ha publicado: Quipus (1981); Des-Nudos (1984); Voces en el sueño de la piedra (1991); Poética del tiempo (1997); Motivos en color de perecer (2003, Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Satori, poemas sobre pinturas y películas (2010). El inédito La amenaza de lo breve se publicará próximamente.
PODCAST DE POEMAS DE HÉCTOR FREIRE
POEMAS DE HÉCTOR FREIRE
Nocturno
En las horas de calma,
el tiempo viene a comer de mi mano,
y la luna en el paisaje de la noche
parece el corazón del sol:
un simulacro en la ventana
que arroja su red de fuego sobre la memoria.
Hace tanto que su luz llena de espejos el patio
donde de niños nos vendábamos los ojos,
y recorríamos en silencio las habitaciones
hasta encontrar el amuleto de jade
que ordenaba nuestros sueños.
Pero a veces, surgía una repentina sombra,
que nos transformaba en helechos de una zona indeleble.
Entonces, con las manos extendidas y con veneración
como si fuéramos a depositar flores allí,
recitábamos viejas e inútiles plegarias.
Luego nos retirábamos con timidez y miedo
como descendiendo hacia lo profundo de la tierra,
y encendíamos todas las luces de la casa,
y cerrábamos las ventanas y las puertas,
creyendo que estábamos a salvo de la intemperie del tiempo
con solo contemplar la imagen descolorida e inmóvil
de la Anunciación de Fray Angélico,
colgada en la serenidad del cuarto de la abuela.
Ahora los sentimientos y los sueños
de los días nuestros llegan al antiguo patio
como húmedos pasos para recordarnos,
que no sabíamos, ni sabemos aún qué decir acerca de la muerte.
“—¿Dónde estábamos?” Preguntó mi hermano
que todavía no había nacido.
“—En ninguna parte” Contestó la abuela
que ya había muerto,
pasando una ramita de albahaca fresca
sobre los ojos secos de los helechos.
Mensaje perdido entre las voces de Porchia
Escribo un nombre que se borra,
el auto de fe del mar
y ciertos huesos entre las palabras.
Escribo: “el sol regresa de dejar un muerto
condenado al olvido”.
¡Es tan extraño perdurar!
En la desnuda dimensión del silencio,
el olvido apostado en la sangre
inicia su batalla contra el tiempo.
Tal vez por eso dibujo un círculo
con un árbol en el centro
desde el puño del viento.
Ahora los tatuajes del agua
en la arena del mar,
dejan un mensaje para nadie.
Escribo: “cuando digo lo que digo,
es porque me ha vencido lo que digo”.
Y silencio un gesto, un acto, una ausencia.
Líquenes
Callarse, ¡qué lección! Qué noción
más inmediata de la duración.
Paul Valéry
Los líquenes son “plantas” sin memoria,
el gesto oprimido por la sed
ante las huellas de una existencia que se pierde:
sólo una mancha sin aroma
sobre el tronco angular del jardín vacío.
Sin embargo, esa mezcla de alga y hongo
empuja secretamente con todo el peso de su cuerpo
una expresión material de pensamiento
que dispone del sueño de la noche
para acrecentar su felicidad
que no es flor ni fruta
sino reflejo moribundo de la audacia vegetal
por sobrevivir.
Contra su radical estático,
sus opresores no son aquí severos,
de ahí que atraviesen la estación peligrosa
envolviendo al árbol para caer de sus ramas
como barbas venerables.
También están los otros, líquenes sin apetito de espacio
que crecen y subsisten en las paredes desnudas de la piedra:
son los que suspenden todas las funciones vitales
y gracias a su original soporte mineral
tienen el poder de disgregar las rocas.
Su “denuncia” de silencio es la noción más inmediata
de la duración convertida en mutismo.
—“Decir y callarse son al sonido
lo que mostrar y esconder son a la visión”–
El gris de los líquenes, el negro, pero también el blanco
ya no son más que los rastros de una degradación,
de una ruina prematura.
Como la foto amarillenta sobre la tumba del muerto
señalan la oscuridad de una infancia pasada,
la noche de un período heroico.
Todo lo que los líquenes callan deben consentir,
aceptar sin discusión los colores de fondo
de la intemperancia, vale decir, de lo “ópticamente correcto”.
¿Pero qué esconde esta “situación”, sino la contracción del tiempo?
De ese tiempo real que borra toda duración,
para único provecho del presente, de la inmediatez
de un “tiempo cero”: de la aparición de una estética.
Los líquenes tienen el poder de irse sin moverse.
Cuanto menos representan, más se proponen
el simulacro de la representación.
—“¿Qué es lo que hay entonces del silencio de lo visible?”–
Los líquenes no se niegan a contar su historia,
pero quieren llegar a dar la sensación sin caer
en el aburrimiento de tener que comunicarla.
Obstinación por el reposo
Pero la belleza se muestra y no se dice.
Roland Barthes
La cortina de árboles que el invierno desnuda
crea en el encuadre una identidad
más “rigurosa” que “natural”:
sutil camafeo óptico que no está presente
en lo que la mirada construye,
sino en lo que ésta rechaza.
Sin embargo, esa masa vegetal
desea lo que representa:
cierta austeridad neutral
que hace de la simple y fina imagen
el signo de un paisaje más complejo.
Sin duda, el prado, los árboles y los animales
no suman más que una pequeña parte de mi deseo,
dicen ese tiempo difícil: el presente
como una memoria confusa.
Sin obligación de exactitud esa fotografía
en su obstinación por el reposo
me ensancha, me exagera.
Jaula de su horizonte*
Al amanecer, lo lejano del paisaje
Desnuda en el agua su espuma de jazmines,
Y desoculta del presente lo efímero del día:
En su sombra de luz certera
Lo que descansa debajo de la superficie
es una pequeña música para los ojos.
Sin embargo, en cada instante de ese espacio
Limitado por el marco no mirado
Todo madura, ubicuo e interno.
¿Son pájaros o peces los que franquean esas aguas
Y luego caen en un ámbito que ni dura ni pasa,
Como un roce en un cuerpo sin memoria?
Newton fijó en esa caída una ley física,
Pero nosotros sólo oímos como se rompe el silencio,
Y engendra en su despliegue pequeños soles
Que rápidamente se consumen.
En lo más claro de ese paisaje inmaterial,
El color es tiempo que dibuja un cielo protector.
Parece un espejo que duerme sobre las nubes:
Un objeto de aire que no produce sombra
Y donde lo humano flota sin raíces.
* Padre y niño contemplando la sombra de un día (1962), Roberto Aizemberg.
Tentación de realismo
Auguste Renoir repitió a lo largo de su vida
“Que pintaba con el pene”,
Sin embargo, cuando murió lo único
Que encontraron entre sus piernas,
Fue un viejo pincel de pelo de marta.
Tal vez, ese objeto, que no cabe en su impuro contenido,
Sea el indicio de su porfiada inocencia,
El esquema de un salto más allá de su propio descenso
Como una variante luminosa y vertical, o sólo
Un instante sin pasado ni futuro.
Trivial a las pupilas, voluble a la piel
De la tela pintada, “ascendente hacia las altas hierbas”.
Ese viejo pincel también es la promesa de su reverso
Y la negación de su posibilidad: tentación de realismo.
Renoir, hombre de oficio, sabía que lo que pudo haber sido:
“es como si fuera”. Que un hueso es una flor,
Y que en la naturaleza la diferencia hace a la armonía.
Todavía fascina en sus manos temblorosas, el ademán
del pincel atribuido a la luz que entra por la ventana.
Sin huellas su memoria desnuda un cuadro en la pared
Que puede o podía imaginar en aquel “almuerzo de los remeros”.
Y en la invisible calma de un día cualquiera
Recordar otro más “sagrado” y menos banal.
Ahora, inquieta la imagen de la “joven con sombrero de paja”,
se refleja en los vidrios de la ventana y finge no existir.
–“Es necesario que la pintura mate a la idea”–
Pero esa belleza se basta a sí misma sin necesidad:
el cuerpo muerto de Renoir en completa soledad
es un cuadro “tallado” en su propio cuerpo,
junto al pincel como pregunta escrita
entre sus inmóviles dedos.
—“¿Por qué necesitamos respuestas
Si todo lo que haré ya está hecho?“
Duerme el pintor en su corazón de follajes
Disciplinados por el color del otoño,
Y nadie abraza ya su sueño.
Sólo aquel viejo pincel de pelo de marta
Entre sus piernas, acuna su cabeza enterrada
En las manos que lo piensan, ante los ojos de sus familiares
Que mudos se devuelven las miradas, indiferentes.
Camino a Epidauro
El espíritu es una cosa que dura.
Henri Bergson
Cada pedazo de tierra es una construcción en ruinas
que no se repetirá nunca,
una escritura cifrada detrás de la cual
plantas y animales se encuentran por primera y última vez.
Sólo la abundancia verbal para el saber sin nombre de las piedras,
mientras los Tholos de Asklepios* son el primer reflejo
de la eternidad en el tiempo, el silencio como aura: color marfil y oro,
fruto abundante entre los dientes de Artemisa.
Impasibles, los insectos se han detenido en el follaje
y sólo los árboles parecen estar vivos:
“Dionisio ha sido domesticado por la mirada de Apolo”.
Ahora, la sombra disminuye y los mismos árboles
conforman un único punto ante el vacío ficticio
de las manchas de sol del otoño.
Brillan negros y blancuzcos,
a la vez son frágiles y ricos en movimientos
que apenas se perciben.
Ningún sonido revela la proximidad de una presencia,
y a su alrededor parece duplicarse el silencio del mediodía.
En ese instante de lamento sonriente, el porvenir es traicionado:
—“Grecia es un fósil saturado de sol”–
Ahora reluce la niebla y tiende un velo palpitante sobre la lejanía.
Hay cambio e intercambio; en Epidauro
nada permanece y nada desaparece por completo.
-“¿Y qué otra cosa necesita este paisaje?”-
Se disipó el día. Se escucha un sonido desde la oscuridad.
Es la hora en que “la vida paga el óbolo de la hoja de olivo”.**
A lo lejos, entre los cipreses y los almendros,
mujeres de negro parecen flotar inmóviles.
*Antiguo templo de Esculapio.
**de un verso del poema “Lacónico” de O. Elytis.
Naturaleza muerta*
Nada hace prever en el color de las frutas
su muerte próxima.
Sueñan al borde de la mesa
donde se agitan suavemente
en las ramas más altas y flexibles.
Instauran la armonía de los cuerpos blandos:
–lo bello suele estar cerca de lo corrupto–
Unidas por un hilo de luz,
esas frutas no son más reales
de lo que pueden serlo en una pintura.
En esta “naturaleza muerta”,
una luminosa cortina amarilla se deja caer
más allá de la espesura de los años.
Al amanecer los simulados árboles
se volverán a mostrar tras las sombras de las hojas.
Y sin embargo, en esta canasta con frutas pintada
en 1596, por el violento y fugitivo Caravaggio,
un claro resplandor se seguirá esparciendo:
el silencio de una escena única
que precipita su dilatada eternidad
sobre el dibujo animado del horizonte.
“Su valor radica en el hecho de estar aquí y no allí”.
Ahora, el sol proyecta su dedo de sombra
sobre el lienzo y rompe la permanencia
con que se disfraza: es una luz íntima
y este instante es perpetuo
* Canasta con frutas (1596), Caravaggio.
Jardín zen
El tiempo ancló ahí su punzante trabajo de cirugía.
Sin embargo, esa piedra simple, irregular, austera
parece restituir al jardín la luz lunar almacenada.
Su escrupulosa exactitud hace que el grano de arena
más ínfimo se convierta en infinitos destellos.
De tanto ser mirada esa “piedra de sol”,
se ha vuelto transparente, su realidad innata
hace del ritmo del cielo, un mar sin espesura.
El instante que brilla y se abisma en sí mismo,
y nunca desaparece por completo.
Hay momentos imposibles de medir y contener:
son bendiciones inmerecidas e imprevistas.
Semillas que estallan y describen
la naturaleza inmóvil del tiempo.
Ahora la luz, en el centro del jardín
se vacía de su sombra:
un pájaro se ha detenido en el aire.
Es como un sueño que no encuentra cuerpo para soñar,
un agua muerta de tanto estar despierta.
Pintura
En su zoología de intimidad, el gato de Hokusai
destaca el impudor que pretende evitar,
la infinitud de aquello que los humanos ignoramos.
Quizás por eso, su ocio nos resulta demasiado trabajoso.
En ese “vacío pictórico” –inservible a efectos descriptivos–
se ajusta el contenido de su imagen:
una humilde silueta recortada que elimina cuanto sobra.
Por un instante ese signo de mesura
nos hace olvidar la violencia del mundo.