Hernán Vargascarreño
(Zapatoca, Colombia, 1960). Poeta, traductor y editor. Docente de literatura egresado de la Universidad Industrial de Santander. Dirige la revista de poesía Exilio. Se desempeña como docente en el distrito de Bogotá.
Libros publicados: País íntimo (2003), Piedra a piedra (2010), antología El viaje (Ediciones UIS, 2012), Tempus (2014), Montuno (2016) y sus traducciones al español en ediciones bilingüe Almenas del tiempo, de Edgar Lee Masters; ¿Quién mora en estas oscuridades?, de Emily Dickinson; y Antínoo, de Fernando Pessoa.
Entre otras, ha recibido las siguientes distinciones: Premio Nacional de Poesía Antonio Llanos (Biblioteca Centenario, Cali, 2000); segundo finalista en el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá IDCT (2002); Premio Nacional de Poesía Sin Banderas de la Casa Silva (2003); Premio Nacional de Poesía José Manuel Arango (2010). En el 2012 fue uno de los cinco profesores ganadores del Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de Educación. Sus libros han sido publicados por la Universidad del Magdalena, Universidad Industrial de Santander, Universidad Externado de Colombia, Ediciones Exilio, y ha sido incluido en ocho antologías nacionales y extranjeras, incluyendo una en portugués publicada en Portugal y otra en inglés publicada en Estados Unidos.
PODCAST DE POEMAS DE HERNÁN VARGASCARREÑO
POEMAS DE HERNÁN VARGASCARREÑO, DE SU LIBRO TEMPUS
Junto a los lotos
—Antínoo,
los enigmas que se cruzan
para provocar un encuentro
también los desconoce el destino;
creer que hay un Ser que todo lo domina
es solo cuestión de fe.
En tanto que la vida no cese
el amor seguirá extraviado
en su noche celeste,
buscándose en la ruta del Tiempo.
Ah el Tiempo… ese laberinto esquivo
a nuestra razón
que nos brinda como única salida
la claridad de la muerte.
—Adriano,
tal vez mi juventud
no me permita comprender muchas cosas,
pero ahora creo haber entendido
lo que me platicaste una noche
acerca de la Felicidad…
¡Mira cómo esa pareja de lotos dormidos
describen lo que es la Belleza!
Honda
Envidias
la libertad del pájaro que pasa
y por un momento quisieras transmutar
tu figura
tus miserias
tus ilusiones
en ese frágil destello de la tarde,
olvidando que el pájaro cumple
con sus inagotables oficios:
provisiones migraciones nidadas
y están además sus constantes peligros:
la simple honda
de un chicuelo, por ejemplo.
Envidias
la libertad del pájaro
que por un momento arroba tu esencia.
Mira un poco más alto:
¿Ves cómo la gran honda que es el Universo
nos apunta desde siempre?
Guerreros
Quiso la dicha que me blandiera
en el arco fuerte de tus brazos
bajo la tibieza que deshace agonías
y redime fuegos entre las sombras;
¡Ah libador de densas cejas negras!
tú posees el secreto de dar dolor
sin dolor, y sabes bien cómo ahuyentar
los recuerdos cuando estorban;
¿qué dios zozobró en tus sueños?
¿qué fauno se ovilla dentro de ti?
Advierte la tarde y verás los árboles iniciando su destierro sin retorno; las bestezuelas, inocentes, moribundas, abrevando en el olvido; y aquellos hombres y aquellas mujeres que miran sin mirar pero aniquilan con sus pupilas; una tenue palabra de tu aliento detendría esta alucinación que pretende devorarnos. Vamos, espiga tus brazos, tu leve sonrisa, empuña esa luz que guardas bajo tu camisa y con tu andar animal despliega el almizcle que amansa las esfinges.
Son las seis de la tarde pero eso
es solo una ilusión del tiempo; un
polvillo de oro está cerniendo sobre
este puerto; el mar recaba tus pies
y acepta tus lunares
como sencillas ofrendas;
los vastos elementos de tu carne y
de tu palabra me redimen y auscultan
el espasmo y el ardor con que la tarde
se alimenta.
—Cuando estoy entre tu cuerpo quisiera que mi pulso fuese solo una ilusión; pero tú estás ahí, tatuándome con tu calor, doblegándome con tus formas y con esas extrañas lágrimas que mana tu piel. ¿Quién osaría ahora callar el aliento de las caricias?–
Abandona ya la guerra.
Apresta tus armas invisibles.
Desata los nudos del Dolor.
El mundo espera acezante
y a lo lejos
alguien aún entona
la rapsodia de la Vida.
La noche enerva sus criaturas y tú sigues batallando, batallando solo contra el horror, oteando mi lecho mientras me destrozo y me desangro entre los sueños. Es el justo y liviano momento para que el olvido entre y rumie su lento oficio.
Que al clarear no me falte tu mirada
que no me falten tus garras
ni el ardor de tus dos únicas armas:
el abrazo amigo y el corazón desnudo.
¿Qué recogeré de mis despojos
cuando emerja de los sueños?
En ellos he vislumbrado la única
palabra que podría salvarme, pero la
he destruido por horror a la salvación.
Sigo creyendo en tu delirio y en el
cuerpo mío que tus manos llenan.
¡Ah libador de febriles encantos!
guárdate bien de los malos dioses,
de sus máscaras,
de sus bestias doradas,
que todos ellos siempre los han preferido
inocentes como el lirio,
elementales como tú.
Lección de historia
La historia
tal vez dirá un día
que yo, el Emperador Adriano,
no pudo gobernar en su corazón:
ese reino donde campeó el amor
a sus anchas, inmisericorde,
bajo el doloroso nombre de Antínoo.
Y no habrá error
al afirmarse tal hecho.
Solo ese territorio tan íntimo,
tan engañoso y diminuto,
tan cruel en su vastedad,
logra doblegar solitario
–desarmado y desnudo–
aquel supuesto y débil poder
que en vano ostenta
la vanidad de los hombres.
Guerrero
El guerrero
ha perdido el camino
a casa;
Los dioses del amor,
silenciosos, apenas una brisa,
condolidos lo contemplan.
Mas a su alrededor
solo precisa vislumbrar
un asombrado desierto;
lo más importante
lo ignora:
Ni el camino
ni la patria
existen ya.
Ni siquiera él.
Amantes
Esa melodía
que talla el tiempo
con su sabia lentitud
de olas nocturnas…
Ese poema
que se esculpió entre dos cuerpos
y que siempre estuvo latente
bordeando labios
o preservando una mirada…
Esta clara sensación de agonía
ante el eco de una voz consumiéndose,
y la fatal circunstancia
que los separa y que los une
tornándolos en dioses extraviados,
tal vez sea la verdadera,
la infalible,
la secreta salvación de los amantes
ante las invisibles ruinas del tiempo.
Estancia
La casa inunda
con sus enormes estancias.
En los patios, la lluvia
abandona sus huellas somnolientas.
Sin temores los gatos entran
y cazan pájaros
que montes y vientos prodigan.
Escucho mis pisadas de animal
cuando la luna invade corredores.
Advierto tus roces entre el jardín
cortando tus hierbas favoritas.
Así el olvido,
que sin afanes extiende sus raíces.
Un encuentro presentimos.
Los dos lo sabemos.
Cualquier instante podría tropezarnos.
Pero, qué ha sucedido con el tiempo
dónde estamos
dónde estás
quién de los dos partió primero.
Para escribir un poema
Observar la levedad de un pájaro
sobre una rama en flor; desgajarla
–sin siquiera atreverse a desgajarla–
y con esa ilusión
convocar ciertas palabras
con su invisibilidad hacia el azur.
Un vino sobre la mesa, servido
para nadie, convoca los espíritus.
La fragua de la rama en flor,
su memoria de cantos de pájaros,
la imagen del vino ofrendado
sumados al más secreto talismán
de tus posesiones, hará que las
palabras se asomen a curiosear.
Lo demás es cuestión de orden,
belleza y salutación de dioses.
Como lo que no existe,
el poema se posará
en el vado del silencio
solo un brevísimo instante:
Criatura de alas transparentes.
Preciosidad que huye de las jaulas.
Ilusión de frágil destello
que tiembla en el aire
justo al momento
de su invisible vuelo.
Adriano,
te queda ahora media vida
para llevarlo a las palabras.
Oficio
Oh dioses de la Miseria
y hacedores del olvido,
ahora que de toda Dicha
me habéis despojado,
acepto mi condena
y os entrego mi pena:
Este cadáver vivo,
vuestras alas ya desnudas,
la mínima luz del viento.
Y del tallar
instante tras instante
este vivir sin ser vivido:
Las horrorosas esquirlas
que va acumulando el tiempo
ante mi vano oficio
con los escultores del olvido.
Tempus
El Tiempo ha logrado doblegar
este cuerpo enfermo y envejecido.
Batalló siempre mi alma entre
los más exquisitos placeres;
gloriosas esencias me prodigó el amor,
encuentros con la más absoluta Belleza.
Y muy a menudo se debatió mi espíritu
con el suicidio, ese vino
con que siempre me sedujo la Poesía.
Por alcanzar la belleza pude resistirlo todo
–con mínimas fuerzas y copiosas lágrimas–
todo pude resistirlo, menos el horror
que siempre tuve de mí mismo.
Ahora que la muerte
me ofrece sus cómodas vestiduras,
me incomoda más este otro que me habita:
el mismo que duda al entregar su espíritu
por horror ante la más absoluta soledad.
Último fuego
El último fuego de la noche
se está extinguiendo:
es la muerte que llega.
Acógela, poeta,
así como hiciste tuyas
las miradas y la voz
que por momentos te hicieron feliz,
o los cuerpos en que te deleitaste
en la Belleza.
Llévate el implacable recuerdo,
el sabor del beso que diste sagradamente,
el dolor de los que no pudiste recibir
y solo en sueños se te revelaron.
Levanta el alma y entra glorioso
al reino donde acaba la tristeza,
allí donde el rostro amado
será tu eterna memoria.
Goza íntegro ese precioso instante
justo antes de entregar tu espíritu a los dioses.
Nada te despertará.
Nunca más.