Jeanne Karen
(San Luis Potosí, México, 1975). Cursó la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Ha sido becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de su país en varias ocasiones y ha obtenido los siguientes reconocimientos: Premio Estatal de Poesía Viene la Muerte Cantando, Premio Nacional de Literatura Salvador Gallardo Dávalos en el área de Poesía, Premio Estatal de Poesía Manuel José Othón y Premio Estatal de Periodismo Francisco de la Maza por Publicación o Programa de Difusión Cultural, entre otros. Fue directora de la revista Caja Curva. Ha publicado: Canto de una mujer en tierra (1999), Cuaderno de Ariadna (2000), La luna en un tatuaje (2003), El Club de la Tortura (2005), Cantos de una muerte diminuta, poemas y serigrafía (2006), Hollywood (2007-2008), El gato de Schrödinger (2012), Cementerio de elefantes (2013), Púrpura nao (2018), Como un violín en su caja negra (2018), Menta (2019) y La vida no es tan clásica (2022).
Poemas de Jeanne Karen
Escribo de la misma forma en que se desangra un animal. A los quince años
fui una muerte delgada, una línea de satín coronada con diamantes,
diente de resplandor, desesperación en un traje color menta, y las ganas de correr.
Apenas hace poco me percaté de la enfermedad de los sueños premonitorios.
Me despierta el ruido del torrente a las tres y media de la mañana,
los aromas a orégano, jazmín y sándalo se distribuyen por toda la casa.
Me levanto, soy un barco en la oscuridad, navego en aguas turbias,
busco la tranquilidad de un rincón, una forma de leer y otra de poner en palabras
lo que sucede. Vi la lluvia fosfórica, vi las raíces crecidas de los árboles
de un jardín inmenso y silencioso. Hace tiempo que no pasa el tiempo,
hace un instante eterno que flotamos en la atmósfera, ya tanto de vivir y no vivir,
de caminar en la frontera que divide la realidad del sueño.
Una infusión de manzanilla es necesaria para estar alerta.
El invierno entra a la casa por el gran ventanal del patio.
Fríos y negros pájaros vuelan lentamente, mueven las alas, y todo permanece.
Un bocado y otro bocado: la comida cura los recuerdos, las marcas, las grietas
de un viejo sueño. Hay una araña que se apura a tejer antes de la tormenta,
quiere ocultar la luna, los rayos incipientes. No es de noche hasta que viene,
hasta que su brillo logra penetrar por las negras y largas cabelleras.
Las mujeres llevan pulseras de lirios, las muñecas musgosas
son la perfección de la naturaleza. Los bailes a la orilla de un río imaginario
hacen surgir la fortuna. En la lejanía de los montes algo arde:
es el invierno que también quema, la sequedad, lo pulcro de las piedras,
la distancia, el hecho de estar completamente solos y vacíos.
Hay una montaña hueca que canta, que atrae y traga; los del pueblo lo saben,
por eso ellas danzan y ellas miran en sus ojos cierto resplandor.
Los exploradores del deseo se pierden por otros caminos.
Las matas de lavanda y menta distribuyen su olor a juventud por toda la ladera,
las mueve el soplo del sol, las calienta, hace el amor con ellas.
Rasos, superficies de color, el cuerpo de cada rosa es una expansión de lo infinito
entre las espinas y los cantos.
Un pájaro de largas alas oscurece el mediodía, el cielo es una presa también
entre tanto sueño, muerte y calor. Los días, los recuerdos, la sequía,
los tomates rojos como sangre hirviendo en el suelo, blandos de tanto sacrificio.
Tendrá que surgir la aurora después de las noches frescas,
la tierra volverá a estar desgreñada y sola, pulida de algunas partes, hueca de otras;
pero con el vientre a punto para dar frutos otra vez, para estallar en un brote de alegría.
Picos lacios los carrizos sobre el camino, amarillas cabelleras,
nada fue tan hermoso como el salpicar del agua en una tarde de verano,
la esperanza era una familia de ranas que cantaban
sobre la ferocidad de unas hojas violentas, meciéndose con el aire, atrevidas, insanas.
Pienso en los jardines del desierto, la roca abierta con familias de cactáceas
en el pecho.
Miro el sol sin domesticar, un animal salvaje que recorre la amplitud del horizonte
y a veces se desploma. En esos sitios hostiles no hay un idioma exacto.
La sed mineral se queda en las bocas,
la presa es una palabra que no salta, que no se atreve.
A lo lejos el verdor o el incendio, algunos mezquites sobreviven,
las espinas de plata brillan con tanta luz.
A nosotros nos arremolina el día bajo los follajes.
Habito un abrevadero con ofrendas: unas son de hace mil años,
otras fueron dejadas hoy al amanecer.
Agua encharcada, entre gris y negra, el mundo es una esfera de polvo;
pero las velas, el canto y los caminos largos nos recuerdan
que la vida sigue aquí, se reúne en el nombre triangular de lo eterno.
No hay forma de perecer el día de hoy.