Lucía Estrada

Medellín, Colombia, 1980. Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos Maiastra, Las hijas del espino, El ojo de circe (antología), La noche en el espejo, Cuaderno del ángel, Continuidad del jardín (selección personal) y Katábasis. Con su libro Las hijas del espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín (2005) y con Cuaderno del ángel la Beca de Creación en Poesía otorgada por el Municipio de Medellín en 2008. En 2009 y 2017 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá con sus libros La noche en el espejo (2010) y Katábasis (2018), respectivamente. Con este último libro fue finalista del Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura de Colombia en 2019. Textos suyos han aparecido también en varias antologías y publicaciones del país y del exterior. Así mismo, sus poemas han sido traducidos a varios idiomas. Invitada a diversos encuentros literarios en el país y en el exterior. En 2020 la Editorial Eulalia Books (Estados Unidos) publicó una edición bilingüe de Katábasis en traducción de Olivia Lott (finalista en el PEN America Literary Awards, 2021) y ese mismo año la editorial L’ Harmattan (París, Francia) publicó una edición bilingüe de Katábasis en traducción de Dominique Delpirou.
Pódcast de poemas de Lucía Estrada
Poemas de Lucía Estrada
Del laberinto de Ariadna I
Toma este delgado hilo de sombra y envuélvelo en torno a ti. Ténsalo hasta el límite. Comprueba su resistencia. El roce oscuro pronto ganará la carne, el hueso, la médula feroz de tu memoria.
Insiste en el corte que aguzará tu oído, tu lengua. Insiste hasta que seas de la herida su cerco de palabras afiladas.
De un extremo a otro de la sangre, allí donde la luna marchita alimenta a sus perros, extiende su línea sedienta. Pero no lo rompas. No rompas la noche ni la palabra espejo. No rompas lo que has escuchado ni la voluntad de seguir en pie sobre el hielo que cruje, bajo el ardor de tantas lámparas contradictorias.
Toma entre los dedos este delgado instante; púlsalo como a la sola cuerda del piano en la torre de Tübingen.
Esta es la última posibilidad de aferrarte. Ténsalo en torno a ti. No lo pierdas.
Del laberinto de Ariadna II
Y sin embargo, la cuerda que envolvió tu sombra, esa imagen oscura y densa como mancha de aceite que para entonces tenías del mundo, permanece en algún lugar esperando el punto de quiebre, el desgarramiento de las fibras, lo poco o nada que hemos hecho y que apura su vaso de verdades a medias para no desistir. Este es el momento preciso para subir por ella otra vez, apretando nuestro cuerpo a la tensión que no deja de caer mientras asciende, y que una vez arriba se rompe delicada como cristal de azúcar, sin ruido, sin que nadie lo advierta.
En tanto estamos seguros. Firmes y discretos, sin mirar hacia ningún lado, sin predisponer a nadie en nuestra contra. Mudos, sin palabras. Sin lengua. Sin verdades enteras. Presintiendo. Sólo presintiendo lo que la vida y la muerte han hecho de nosotros, del tiempo, del halo negro de las cosas.
Una antorcha que se consume con rapidez, un círculo abierto al equívoco, una señal que nadie entiende…
Pero seguimos intactos y estamos satisfechos. Cuanto más inmóviles, menos riesgo de extraviarnos. Menos palabras y más aire para los saltos de liebre, para el pulso hábil del trapecista, para el hombre que nunca cerró la puerta de su dormitorio ni ha mirado a través de una ventana… Terrazas, y la mano que sujeta segura la cuerda para subir aunque no haya más arriba que su media verdad, o su liebre a punto de hundirse en el grito de otros, a punto de ahogarse, de roer la cuerda, a punto de soltar tu mano, de no importarle nada, a punto de huir, de dejarse arrastrar por lo que hasta entonces no entendías, pero es tan certero y cruel…
Del laberinto de Ariadna III
La cuerda se rompe siempre por su parte más débil. Tensión que se basta a sí misma, y a sí misma se desgasta. Tensión que viene desde la más pequeña fibra, allí donde bailan, gritan y golpean todas las sombras, las que aceptamos, aquellas con las que tropezamos.
Inútil tratar de comprender cómo a cada palabra, a cada intento de perfección se debilita aún más. Inútil proteger ese fragmento que también eres, que también soy. Inútil esperar algo nuevo. De ti, de mí, de nosotros.
Si otras cuerdas se rompen, no es asunto nuestro. Cada quien volverá a unirlas a su manera. Pero cada quien, como nosotros, la sabrá al filo de su propio corazón, de su propia —y torpe— insistencia…
El círculo del poema
Cada poema abre otro silencio,
recorre las estancias últimas
de la palabra
para volver al todo.
Se precipita en el vacío
después de circular
de mano en mano,
de labio en labio
hasta que no queda ningún vestigio
de la sangre que acuñó su moneda.
Cada poema
un desafío al ojo atento
en el instante justo
de la caída.
Éxodo
Aquello que no ha sido tuyo, la palabra que pudo ser y escapó del poema, la mirada vuelta hacia el muro que te separa de la otra orilla, el gesto efímero, las visiones suspendidas en el vacío bajo un sol de mercurio, es lo que ahora llevas contigo en la huída: tu equipaje.
Tras la nube de fuego, en el polvo, volverás a tu centro.
Maiastra, XXI
Entro en la fiebre. Desde mi ventana veo el nacimiento de los mares, colinas que la espuma reviste, novias muertas, sumergidas. Temo ser encontrada con esa visión, que descubran mi deseo de correr tras una legión de ahogados. El cuerpo se pre-cipita, resplandece. Soy una con el todo; los pies me liberan del camino. Convulsa la espada, el oro del estanque. La llama va en ascenso, corta el hilo de la resistencia. Hay una mano perdida para la escritura, otra que la rescata. No la teje, sólo cuida de la verticalidad del sueño. No paro de caer. Mira esta lluvia malva: ha encontrado otro linaje, un anticipo místico, un animal de fondo que se recuerda y nos recuerda.
Es el frío, la exaltación, la mano que te abre, y el goce.
No sueltes la flor.
Maiastra, LVI
Separo por un momento el agua del pozo: no quiero más su reflejo, su caravana espectral. Al fondo, una legión de aves desconocidas inicia el canto de las formas que no se repiten, y quieren enseñármelo, liberarme de mí en la espiral que conduce al propio abandono. A lado y lado están los seres reunidos en sabias jerarquías. Van quedándose con mi cuerpo: primero un pie, después los brazos, la cabeza y el cuello en la vasija de los más jóvenes, y el lugar del corazón, el centro, bajo la corona del águila. Al buitre reservan mi vientre. Hay en esa labor de condena una música que debo conocer.
Seré pájaro como ellos, mitad vacío, mitad intemperie, mas, en mí, también serán los otros.
Pregunto el nombre de esta unión, de la gran sinfonía que comienza y vuelve a comenzar, y como respuesta, el agua se arquea sobre el pozo, clara, brillante, más allá de mi deseo, y me permite, nos permite cruzar.
Cósima Wagner
Ofreceré mis ojos
al paso de la yegua nocturna,
ofreceré mi fiebre,
el arco de la medianoche;
porque tú estás al fondo,
porque es tu imagen
la que se oculta bajo el yelmo.
Una danza mortal
en el vientre blanco
de los sonidos que se cruzan.
Somos ángeles enraizados
allí donde nadie sueña.
La casa está vacía
y el oído.
Puedes entrar a galope
en el reino de los timbales
y las flautas.
Puedo morir
para que la música
siga en ascenso.
Zelda Sayre
Como no vendrás a la cena de mis muertos,
ni sabrás para quién cavo esta tumba,
pongo desde ya
bajo tu lengua,
la hostia viva de mis alucinaciones.
Cada quien tomó su camino,
de izquierda a derecha
el más profundo.
Cada quien siguió atado
a la cinta mortal de su locura.
Escribe para que no vuelvan,
que yo comeré y beberé, como Alicia,
el rojo resplandor de la fiesta,
mientras el mundo termina de cerrarse
sobre mí.
No te asombre
si nuestras palabras
no son las de antes,
si nuestro destino, tal como se construye,
nos golpea el rostro y nos hiere
y nos deja completamente ciegos.
¿Qué hacer cuando ellos nos empujan?
Esa legión de ángeles ebrios,
terribles como el rostro
que se refleja por última vez.
No tardes.
Ya nadie nos espera.
***
Sólo un gesto para saber que todo se corresponde,
que no estamos en orillas opuestas.
Que todo nos viene de nombrarlo,
de creer en lo que no se conoce,
en lo que juzgamos niebla y abismo.
Que todo huye de la muerte y así va por el mundo.
Que la vida es lo que siempre queda al final de la página:
ese temor de sabernos, de insistir en el vacío que se deja
entre una línea y otra
para señalar lo imposible.
***
Cuando la noche se inclina y parece que pronuncia tu nombre,
hundes tus manos en la oscuridad
y buscas a tientas el cuerpo inabarcable de tu memoria.
Ese pálpito en la punta de los dedos,
la densa respiración de todo cuanto existe, te obliga a permanecer en la sombra.
Ninguna imagen tiembla en el espejo. Ninguna superficie se apiada de ti.
Todo está vuelto sobre sí mismo
y nada consigue reflejarte. Una pausa, y el tiempo detenido
cae sobre tu silencio.
Cuántas palabras a punto de oscurecerse bajo tu lengua.
Cuánto deseo en los ojos que se abren por última vez.
Apártate un poco y comprende que nada podría ser el inicio ni el centro
en este cuarto cerrado. Que todo será dicho de golpe
en mitad de la sombra
y muy lentamente.


















