Luigi Amara
(Ciudad de México, 1971) Poeta y editor. Ha escrito los libros de poemas El decir y la mancha (1994), El cazador de grietas (Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1998), Envés (2003), Pasmo (2003), A pie (2010) y Nu)n(ca (Premio Internacional de Poesía Manuel Acuña en Lengua Española 2014). Entre sus libros de ensayo destacan:Sombras sueltas (Premio Rousset Banda de Crítica Literaria 2006), La escuela del aburrimiento (2012), Historia descabellada de la peluca (finalista del premio Anagrama de Ensayo 2014) y Una caja adentro de una caja adentro de una caja (Impronta, 2015). También ha escrito libros para niños: Las aventuras de Max y su ojo submarino (Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2006 y Premio FILIJ por Mejor Libro Ilustrado en 2008, traducido al portugués por SM), Los calcetines solitarios (2011) y El paraíso de las ratas (2018), ambos ilustrados por el monero Trino. Su libro más reciente es Dobleces / El quinto postulado (Sexto Piso, 2018).
Fundó el sello Tumbona Ediciones. Es codirector del centro cultural independiente y librería La Murciélaga, además de Secretario de Redacción de la revista de creación y crítica musical Pauta. Imparte talleres de escritura creativa en diversos espacios y universidades, como la del Claustro de sor Juana.
Poemas de Luigi Amara
El llano de los avestruces
(o variaciones sobre el mismo tema)
Primero fue un dedo en el buró,
un dedo huérfano
al apagar la lámpara de noche;
después la oreja que colgaba
como un pendiente macabro
de tu lóbulo;
más tarde eran cabezas,
cabezas rodando en el boliche
insospechado del pasillo,
cabezas servidas en bandeja
con todo y jugo de naranja,
cabezas tras la puerta no cerrada
de una frase.
Debíamos continuar, fingimos
que no estaba la lengua
envuelta en el periódico,
que las manchas de las sábanas
no eran mensajes con faltas de ortografía,
que no había un cuerpo en la cajuela
tras las bolsas del súper.
(En los actos oficiales se citaba
sorprendentemente a Kawabata:
“Cualquier clase de inhumanidad
se convierte, con el tiempo, en humana.”)
Fue entonces que empezamos a perder
la cabeza:
niños jugando con muñecos sin cabeza,
plazas llenas de estatuas sin cabeza,
edificios sin cabeza, árboles sin cabeza,
moscas volando sin cabeza, cabezas sin cabeza.
(El lápiz con que escribo se quedó también
sin cabeza.)
Y ahora, mientras quiero girar
mi falta de cabeza,
veo que alrededor todos esconden
bajo tierra la cabeza.
Toque final
Yo antes los quemaba,
¿para qué ocultarlo?
Era una edad más teatral,
redundante de fuego;
cómo se retorcían entonces
en las llamas,
y esa espiral hipnótica subiendo,
parecida a un suspiro.
Pero el papel se inventó fatalmente
para la hora de arrugarse.
Ese momento en que la hoja
se desprende del cuaderno,
rasgada con furia vertical
y entonces su dolor se hace audible
y hace sonreír al oído.
Martirizar sin prisa alguna carta,
aquel borrador
de bochornos futuros,
la factura indefensa
que no pensamos pagar.
(El efecto es mediocre si te ensañas
con un papel en blanco).
No tiene caso insistir
en la belleza
de su parábola en el aire.
Todo está allí,
en la bola ultrajada,
más silenciosa que nunca,
tirada en un rincón.
Truco gastado
De la chistera sale apenas
una nube de polvo:
migajas
del festín de las polillas.
Antes
por la copa de ese sombrero
se despeñaba jubilosa Alicia,
y hoy cuando mucho dormita
en sus abismos
una gastada pata de conejo.
Se terminó la magia,
se esfumó la belleza
después de ser diseccionada
cada noche
para regocijo del público.
(El sombrero de copa del poema
era después de todo
un adminículo vetusto).
No hay red de protección
para tanto doliente equilibrismo,
reina si acaso la tela de la araña
o cuando menos su atmósfera.
Y allí, bajo un reflector
que pocos se imaginan
cuánto humilla,
ante cuatro o cinco gatos
fraternales,
saca de la mascada el mago
la consabida, amarillenta,
manoseada rosa.
Abracadabra insulso
—ni siquiera insolente—
que abochorna a los niños.
Pedacería nocturna
Como restos de estatua que en los sueños
me fueron dando tu cuerpo
(así, desperdigado, roto,
y a veces inconexo,
como piezas de tres o más
rompecabezas),
flotan después de tanto tiempo unos fragmentos,
piedras quién sabe si de mampostería
o de unicel o espuma
que se niegan a hundirse,
llevadas por la turbiedad de tanto oleaje,
chocando contra los arrecifes del cerebro:
un tobillo de pronto, un ojo
entrecerrándose, aquella superficie
blanca y suave en donde habría montado
feliz mi campamento
para explorarlo todo;
piedras insustanciales, frías,
que no logran por fin difuminarse
en la saturación del agua y reaparecen,
ahora aquí,
más tarde allá,
falaces;
necias tablas de salvación
en medio del insomnio.
Negación de las puertas
Hay puertas que gruñen sordamente
al cerrarse
y esconden con celo de animal
un enjambre de chácharas.
Hay puertas que se azotan de golpe
y cortan el hilo del oído
con guillotinas verticales.
Hay puertas que son una extensión
de la pared
y otras batientes por las que se asoma
la dentadura postiza de la casa.
¿Quién no ha escuchado
en noches de ventisca y perros
la sinfonía de las puertas, las bisagras,
que sólo tocan la nota del desprecio
y nos dejan sonriendo a la intemperie
como bobos debajo de la lluvia?
Hay puertas que conocen bien
nuestras narices
y otras que solamente atraviesa el fantasma
inocuo de la mente.
Hay puertas que son tambor desesperado
y otras más tristes que al cerrarse
apagan algo adentro
como cajas de música.
Esténcil
Íbamos de la mano
y sin preocupaciones
con ese impulso aéreo
de las calles
ligeramente inclinadas
hasta que vimos
la inscripción en la pared:
DEL FUTURO
YA SOLO QUEDA
LA AMENAZA
Palabras deslavadas
en una esquina ruinosa
que ensombrecieron el rostro
de la tarde.
Fingimos
no haberlas leído,
quisimos continuar,
pero algo se había roto,
las manos
se soltaron solas
y volvimos a casa
cabizbajos
cada quien absorbido
por su propia amenaza.
El futuro ya no
es el mismo
desde entonces.
El turno de los pies
Al margen de las sábanas,
como cuatro extranjeros
expulsados
del manto de la concupiscencia,
friolentos e intranquilos como topos
que se montan a tientas y hacen nudos
en una lucha sorda,
un diálogo pedestre de la piel
donde las uñas
confían en la caricia,
pero exiliados al fin,
apóstatas, obreros,
tan lejos de los labios y la vista,
en ese más allá del cuerpo
que se da por supuesto,
en ese límite perplejo de uno mismo
que propende a lo amorfo,
los pies buscan los pies,
se abrazan a su modo y hacen nudos,
se acometen y empalman ateridos,
raspan sus callosidades entre sí:
toscos pedruscos
que quieren reencender el fuego.