«Nos queda la palabra», por Luis Miguel Madrid
Ponencia de Luis Miguel Madrid durante el seminario-taller «Poesía y educación: crítica, pensamiento y sensibilidad» de las VI Jornadas Universitarias de Poesía «Ciudad de Bogotá, intervención del jueves 9 de octubre, como adelanto de la Revista de Poesía Ulrika 51.
Nos queda la palabra
De la «Poesía social» a la «Canción de autor» en España
Luis Miguel Madrid
Toda literatura es comprometida, decía Pablo Neruda. Toda la poesía es social.
Jorge Riechmann
En la mañana del sábado que aproximadamente debía comenzar mi adolescencia, llegó mi hermano a casa con un radio-casete y varias cajitas de plástico rellenas de aquellas cintas que se compraban para grabar. Seleccionó una, la colocó en el aparato y cuando comenzó a sonar el colacao y los bizcochos quedaron detenidos frente a aquel suceso musical en el que escuché las primeras canciones en las que se decían cosas muy duras, muy directas, muy importantes, con las que muchos podrían identificarse y otros muchos molestarse.
«Estos son cantautores», dijo mi hermano después de verme escuchar atentamente aquellas canciones tan ajenas a lo que frecuentaba mi oído. Pasé dos días pegado a los botones de aquel aparato que me enseñó tantos conceptos, tantas realidades e ideales, y sobre todo, me acercó a una sociedad por la que paseaba sin conocerla apenas. Desde ese mismo lunes comencé a curar mis interrogaciones con otras muchas letras que recorrían la cara B de España, de los paisajes y de la gente que me rodeaba. Con el tiempo fui adentrándome en la realidad de aquella etapa tan retorcida en la que una dictadura larguísima iba dando giros para perpetuarse sin torcer demasiado el brazo ante los gritos cada vez más acuciantes de una sociedad encrespada por la represión y los formalismos de carácter católico-fascista. A fuerza de mirar iba comprendiendo, a fuerza de escuchar y de leer fui creciendo y asimilando aquella sensación de perpetua vigilancia, de tenerlo todo prohibido, que sigue grabada en mis recuerdos de aquel tiempo.
Aquel fenómeno social que fue la canción de autor estaba instalado en España desde los años sesenta, en los que confluyeron una serie de circunstancias que lo hicieron más que posible, necesario. La situación política continuaba enfangada en la dictadura del general Franco, pero el puño era algo más suave, la situación económica mostraba cierta mejoría y había una nueva generación de políticos mínimamente «aperturistas» con ganas de compartir la bonanza económica que veían tras las fronteras y que trataban de no escandalizarse demasiado. Una juventud nueva, menos implicada en las desgracias de la guerra y, por tanto, menos asustada, se mostraba solidaria con las protestas de las fábricas y atenta a los cantos retumbantes, novedosos y curiosamente coincidentes procedentes de EE.UU. (Joan Baez, Bob Dylan, Peter Seeger), de Europa, sobre todo de Francia (Jacques Brel, Leo Ferré, George Brassens), y que se abrazaban a los de los diversos continentes contenidos en el medio y sur de América (Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Víctor Jara, Daniel Viglietti, o más tarde Pablo Milanés y Silvio Rodríguez).
Otra circunstancia que se alió con el nacimiento de la canción de autor fue la referencia vigente de la poesía social, mantenida por autores como Gabriel Celaya, Blas de Otero y León Felipe como figuras más directamente implicadas y emblemáticas, junto al apoyo de poetas de la talla de Ángel González, José Hierro, Rafael Alberti o Caballero Bonald. Como movimiento o género concreto, la «Poesía social» vino a ocupar muy poco tiempo, aproximadamente una década, entre el 1950 y 1960, justo antes de la eclosión de la canción de autor, con quien tantos hilos comparte, tantos que a menudo se considera a esta última una rama de tal «Poesía social», cuya denominación no terminaba de gustar a Gabriel Celaya, que prefería llamarla «Poesía urgente», dentro de su apasionado espíritu práctico-poético: «Cantemos como quien respira… la poesía no puede ser intemporal o como suele decirse, un poco alegremente, eterna. Hay que apostar al ahora o nunca».
La inmediatez, el espíritu alternativo, de oposición radical al sistema establecido, la autenticidad, la honestidad, la solidaridad, el internacionalismo, la idea clara de transformar la sociedad y la de poner la poesía y el alma al servicio del pueblo son algunas de las armas de esta corriente poética, que como su compañera musicada, cumplió un importante papel educador al favorecer la comunicación de sus ideas a través de diversas técnicas y recursos. En ambas se utilizaba un lenguaje simple y accesible, acercándose al pueblo por medio de conceptos básicos, claros y concisos, de manera poco exuberante, no pretenciosa, con tonos emotivos y mitificadores. Las canciones se completaban con una música sencilla, sintética, que acompañaba a un texto breve y repetitivo, de carácter muchas veces contestatario, coloquial y claro. Y toda la intencionalidad política que la censura pudiera soportar. El aspecto localista o nacionalista también es importante. Aunque se mira a la sociedad, al hombre, a los valores e injusticias universales, el concepto patriótico y la identidad a través de la tierra y sobre todo, de la lengua, es fundamental. La reivindicación idiomática y el elogio de la diferencia se convierten en baluarte del realismo social, testimonial, político y combativo, de hecho es muy común la identificación de concierto y combate tanto en las letras como en la calle.
Creo que España y yo coincidimos en una etapa decisiva en nuestros respectivos trayectos en años parecidos. Ella, España, se debatía entre hacerse adulta, integrarse en el mundo que la rodeaba, ponerse democrática y avanzar por las libertades o quedarse anclada en los botones de las sotanas y los uniformes grises de sus centinelas y gobernantes. Y yo, pobre de mí, me dediqué a coleccionar cintas y libros de poemas que me dijeran algo. Y la razón en general fue tomando partido… «verso a verso, paso a paso», como decía aquel poema tan cantado de Machado. De hecho, los cantautores pusieron la pizarra para mostrar lo que iba pasando. Como los viejos juglares, se nombraron narradores de una situación que venía de antaño, pero que como en los guisos, su cocción llegaba a su momento. Las referencias venían de cerca: Miguel Hernández, Rafael Alberti o Federico García Lorca, incluso sus contemporáneos, poetas sociales, defensores de las mismas ideas, con idénticas intenciones, y también, por supuesto, ellos mismos. El nombre y el espíritu de «cantautor» viene de ese artista que compone letras y también las canta. Variedades había de ese concepto, algunos cantantes recurrían a letras ajenas, otros alternaban… lo que si les unía era la intención, el ánimo de reivindicación, de protesta, de cambio. Por ello se conoce también a esta canción de autor con otros nombres, como canción protesta, o canción política. Todas las causas sociales –pobreza, injusticia, desigualdad, etc.– eran atendidas, pero por encima de todas, el tema de la libertad recopilaba los himnos. Ejemplo de ello son la versión que hizo Joan Manuel Serrat del poema «Para la libertad» de Miguel Hernández o aquel estribillo de José Antonio Labordeta coreado hasta gastarse:
Habrá un día en que todos
al levantar la vista
veremos una tierra
que ponga libertad
Se trataba de un deseo total, o globalizador, como se dice ahora, que fue evolucionando del sentimiento absoluto, necesario y solidario a terrenos más moderados en tiempos de la transición, a modo del tema Libertad sin ira… «y si no la hay, sin duda la habrá», del grupo Jarcha a los tonos más líricos, individualistas y anarquistas: «Libre te quiero, pero no mía / ni de dios ni de nadie / ni tuya siquiera», de Agustín García Calvo, interpretada por Amancio Prada.
Poetas sociales y cantautores depositaron su parte en el buzón del conocimiento. Los cantautores nos pusieron en contacto con la poesía buena hasta el punto de haber un montón de gentes con las referencias perdidas, aunque con los poemas aprendidos. Los cantautores también aportaron granos grandes a la educación más valiosa, la de la ética, la de seleccionar los valores por encima de los intereses. La poesía de aquel tiempo cantaba el trabajo, la solidaridad, el compromiso y por supuesto, a la libertad; valores no apreciados por el régimen mandatario que actuando en consecuencia causó graves daños al gremio utilizando la censura, la marginación, la cárcel o cualquier medio de persecución: en 1971 prohibieron a Paco Ibáñez actuar en todo el territorio nacional, tres años antes fueron retirados del mercado los discos de Serrat y en el 1975 se tuvo que exiliar en México con orden de búsqueda y captura. Afortunadamente la postura general contra la dictadura iba creciendo y ni la policía ni la censura daban abasto. Por ello se producían situaciones tan desconcertantes como emotivas. Ejemplo de ello es que uno de los temas míticos de la Nova canço, «L’estaca» de Lluis Llach, cuya letra fue aprobada por la censura en 1968 pero tajantemente prohibida en el 1969, cuando ya se había convertido en un himno y que a partir de ser censurada el autor tan sólo acompañaba al piano en los conciertos mientras el público, que ya se había aprendido la letra, la cantaba a grito pelado.
Si estirem tots, ella caurà
i molt de temps no pot durar,
segur que tomba, tomba, tomba
ben corcada deu ser ja.
Si jo l’estiro fort per aquí
i tu l’estires fort per allà,
segur que tomba, tomba, tomba,
i ens podrem alliberar.
(Si tiramos fuerte, la haremos caer. / Ya no puede durar mucho tiempo. / Seguro que cae, cae, cae, / pues debe estar ya bien podrida. // Si yo tiro fuerte por aquí / y tú tiras fuerte por allí, / seguro que cae, cae, cae, / y podremos liberarnos.)
El simbolismo de la estaca, como pasaba en tantísimas otras letras, desconcertaba a los censores, que no encontraban a priori la intención ni el tono con el que se proyectaría la canción. Así pasaba con otro de los himnos de unos de los cantautores más perseguidos. «Al vent», que fue compuesta evocando el frescor de la noche montado en una moto y que incluso pone como fin la búsqueda de dios, llegó a ser uno de los himnos revolucionarios más emblemáticos y provocadores por su clara interpretación de la búsqueda de la libertad. De hecho, Raimon protagonizó varias de las escenas más nombradas de la historia de la «Canción de autor», como el concierto en el CAUM (Club de Amigos de la Unesco de Madrid) de Tirso de Molina, en Madrid en 1965, donde hubo que poner altavoces en la calle por la desbordada afluencia de público, adelantándose incluso a Los Beatles en cuanto a la puesta en marcha de conciertos callejeros.
Algunos hitos de la canción de autor
Los orígenes de la canción de autor se remontan, desde el punto de vista cronológico, a la interpretación que hizo en 1956 Paco Ibañez en París de «La más bella niña», una canción de Luis de Góngora, autor al que también musicó en su primer disco, junto a poemas de García Lorca. Desde entonces, una lúcida muestra de versos de poetas medievales, barrocos, del 27, sociales o contemporáneos han pasado por las cuerdas de su guitarra para hacerlos parte de una generación entera que en gran medida conoció el valor de la poesía de Quevedo, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Gabriel Celaya, León Felipe o Agustín Goytisolo, a través de sus conciertos y grabaciones.
A principios de la década de 1960 comienzan a hacerse fuertes varios subgéneros fundamentalmente nacionalistas, que utilizan sus idiomas natales como vía principal de expresión. El más trascendente de ellos fue denominado «Nova canço», que expresaba en catalán la canción de autor. En 1961 da su primer recital el colectivo «Els setze jutges», que albergaba a los artistas más emblemáticos, como Pi de la Serra, Mª del Mar Bonet, Lluis Llach, Guillermina Motta, Raimon o Joan Manuel Serrat, que con el tiempo ha ido avanzando por los terrenos del bilingüismo hasta ser uno de los cantautores más importantes y reconocidos dentro y fuera de España, y que se lleva la palma de las adaptaciones musicales con sus discos dedicados a Antonio Machado y Miguel Hernández, amén de otras muchas canciones y poetas adaptados. Logró una popularidad tan amplia de dichos autores que incluso el poeta Antonio Machado fue censurado y prohibido en la dictadura de Pinochet por ser «letrista» del cantante J. M. Serrat. Dignos de mención son también sus monográficos sobre Joan Salvat Papasseit –Res no és mesquí– y Benedetti –El sur también existe–. Además de poner música e interpretar los versos de grandes poetas, Serrat es autor de la mayoría de sus canciones, concretando un poco más la imagen que tenemos del término «cantautor», representado por un poeta que canta, como sucede con la mayoría de los cantautores sin que deje de ser compatible con la adaptación o interpretación de versos ajenos.
En este aspecto destaca Luis Eduardo Aute, un artista polifacético: pintor, escultor, director de cine, músico, poeta y uno de los cantautores más entrañables del consistorio. De su pluma salió una de las canciones más bellas, tristes y emblemáticas de su género. La tituló «Al alba», y con la apariencia de una canción de amor es un alegato contra la dictadura y la pena de muerte. De hecho, la escribió en fechas próximas a las últimas ejecuciones realizadas en la dictadura, apenas dos meses antes de la muerte del general Franco en noviembre del año 1975, ante la indignación y repulsa del mundo más cercano. Hasta la del mismo Papa, que según se dice, amenazó con excomulgarle.
Si te dijera, amor mío,
que temo a la madrugada,
no sé qué estrellas son estas
que hieren como amenazas,
ni sé qué sangra la luna
al filo de su guadaña.
Presiento que tras la noche
vendrá la noche más larga,
quiero que no me abandones
amor mío, al alba.
(…)
Miles de buitres callados
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.
Presiento que tras la noche…
Todo cambia, es notable y natural. La libertad sigue siendo un trayecto inabarcable y los cantautores continúan viajando por sus alrededores con visiones tan diversas como el tiempo que les toca vivir. En la actualidad, sin poetas ni poesía social que les acompañe y a pesar de todos los desmanes, corrupciones o incoherencias, sobrevive el género y algunos de sus antiguos representantes son idolatrados, venden cientos de miles de discos y llenan los estadios repitiendo temas relacionados con problemáticas más personales como el amor, el paso del tiempo o las soledades. Aquella poesía social de los cincuenta entró en crisis y se esfumó, igual que los cantautores de los setenta, diluidos por los nuevos inventos, preocupaciones posmodernas y subsiguientes, pero aguantando la reforma como si les fuera la ficha de habitabilidad en ello. Ahí está Joaquín Sabina, el otro gran cantautor llegado del siglo XX, y que como Serrat o Aute ha ido evolucionando hacia esos terrenos indefensos de la lírica sonámbula, escéptica o casi de vuelta a lo surreal. Todo vale porque los caminos ahora ya son otros aunque ellos sean los mismos y lo sigan haciendo bien, agradeciendo incluso los tragos pasados en aquellos entonces en los que eran jóvenes, la dictadura tambaleaba y todos teníamos todo que aprender.
O comprender.
Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré
como un anillo al agua,
si he perdido la voz en la maleza
me queda la palabra.
(De Blas de Otero)