Enrique Sánchez Hernani
Poeta, escritor y periodista peruano. Nació en Lima (1953) e integró la denominada Generación del 70. Fundó, junto a otros jóvenes poetas, el grupo La Sagrada Familia en 1977. Tuvo una intensa actividad como poeta y editor de fanzines literarios, a la que añadió después su carrera como periodista en destacados medios escritos peruanos como La República, El Comercio, Expreso y Página Libre, entre otros. También ha publicado ensayos, crítica literaria, columnas sobre música salsa, reportajes e investigaciones periodísticas.
Al momento lleva publicados diez libros de poemas: Por la bocacalle de la locura (Lima, 1978); Violencia de sol (Lima, 1980); Banda del sur (Lima, 1985); Altagracia (Lima, 1989); Pena capital (Lima, 1995); Música para ciegos (Lima, 2001); Vinilo, 42 poemas del rock’n roll (Lima, 2006); Quise decir adiós (Lima, 2011); Cuaderno extranjero (Lima, 2016); Catálogo del maestro de obras (Lima, 2017. Antología) Además, ha publicado un libro con sus crónicas y perfiles literarios llamado La manía de escribir (Lima, 2017). Sus poemas han sido recogidos en una treintena de antologías nacionales e internacionales y en revistas especializadas, publicadas en Lima, Medellín, Bogotá, México DF, Buenos Aires, Santiago de Chile, Quito, Caracas, Nueva York, entre otras ciudades.
Recibió el Premio Luces del diario El Comercio, de Lima, al Mejor Libro de Poesía del año 2011, por ‘Quise decir adiós’.
Ha dado múltiples recitales públicos de su poesía y ha asistido a congresos literarios, festivales de poesía y presentaciones literarias en su país y en el extranjero.
Estudió Sociología y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima).
PODCAST DE POEMAS DE ENRIQUE SÁNCHEZ HERNANI
POEMAS
VACACIONES PIADOSAS
Sobre la arena pura y sin mácula de una isla desierta en el Caribe
donde se oye gruñir al mar y se puede avistar su flora sumergida
en un mediodía tan limpio como un cristal de Bohemia
cuando se siente al aire detenido y fresco y ligero de gaviotas
y otras aves inoportunas
bajo una gran palmera Dios se toma un descanso de su titánica tarea.
Tiene los párpados entrecerrados a causa de la luz solar
que por momentos parece ser mayor que la esparcida
por las pupilas azules de sus ojos benignos
el cabello oscuro le flamea y no mueve un solo dedo
mientras un pequeño grupo de moluscos y cangrejos
desde la orilla parece tener conciencia de la gravedad del visitante
y se desplaza con lentos movimientos.
Desde aquí no se puede saber si dormita o cavila
si continúa vigilando la precaria armonía que sostiene a la Tierra
o si se ha dado cuenta que en Medio Oriente ha explotado una gran bomba
que en otra isla —la de Sumatra— una ola inmensa se avecina
mientras algunos nativos y un grupo de turistas invocan su santo nombre.
No podemos saber tampoco si reparó en los enfermos que están a punto
de detener sus marcapasos o en los que sufrirán una falla renal
o en los que dudan en seguir un minuto más adelante
respirando con tanta dificultad
tampoco reconocemos que se haya percatado de los complots
de las fieras intrigas que hay para asesinar a decenas de justos
y quizá al propio Papa en el Vaticano.
Pero no podemos echarle en cara que se haya tomado este descanso
con lo duro que debe ser su trabajo con lo incomprendido
pues nos parece que en estos minutos de hondo vacío teológico
han seguido naciendo nuevos seres humanos en tanto otros han muerto
han abierto sus pétalos las flores apenas detectaron el alba
y los animales feroces se han recogido en las espesuras
adonde ya llegaron las tinieblas.
Solo una inmensa duda nos queda: si la Tierra continuaba su movimiento
mientras Dios descansaba ¿quién era aquel que tomó su altísimo puesto?
¿No lo habrán derrocado? Que el Señor nos proteja de tamaña anarquía
o que por lo menos —antes de despertar completamente
en medio de un sismo de grado 9—
nos dé la pista de quién es su heredero.
BARES DE MEDIANOCHE
Un ebrio mira la tormenta doméstica de una taberna.
Un ángel pasa llevando su luz por una mesa.
Una botella vuela.
Un estibador pronuncia un juramento.
La prostituta del vestido de percal se derrumba
en la barra de los vagabundos
mostrando sus pechos blancos como dos meteoritos de mármol.
La magnolia del bodegón decae.
Un plan para asaltar un banco concluye entre maldiciones brindis y manotazos.
Una mariposa de aluminio se posa en una botella.
El mozo pasea una sábana de niebla por la humedad vespertina de las mesas
para borrar el último fantasma del miedo.
Los relojes enloquecen.
Las sombras de Bretón de Vallejo de Safo y de Catulo
se arrastran por el serrín de la taberna
como un perfecto escupitajo.
Alguien grita un verso.
Un hombre se arroja por una ventana
y todos pueden ver que vuela.
El alcohol hierve en las cuencas de los ojos
de un par de marineros ebrios.
Cuatro personas se disputan un travesti.
Salta una cuchilla y una gota de sangre se sepulta
entre los vasos de cerveza.
El poeta sacude los hombros.
Dos autos hacen sonar sus bocinas en el universo apagado
que se agazapa tras la puerta.
Un perro aúlla una canción mexicana.
Un disco de vinilo gira como un planeta lejano y desconocido.
Alguien pretende leer un libro pero las grafías escapan
como las cucarachas de un pozo negro.
Una mano se desliza bajo el vestido de una dama.
El cantante de boleros confunde la letra de su tema
con un bostezo.
Se juega una furiosa partida de naipes.
Dos dados manchados de sangre ruedan bajo las mesas.
Una muchacha muy pálida grita ¡Salud! bajándose el corpiño.
Alguien trata de suicidarse en el baño de la cantina murmurando una plegaria
que desde aquí nadie entiende.
La voz de Frank Sinatra se desgasta en una rocola
que con sus luces que se encienden y se apagan
parece una ciudad insomne.
Un moribundo lanza una blasfemia y un mendigo se persigna inmediatamente
cuestionando la posibilidad cartesiana de que dios exista
o que sea un invento de nuestra borrachera.
Afuera llueve. Adentro todos cantan.
Y en mitad de todo este universo de muerte y maravilla
un garabato de pétalos arrugados se arrastra sobre la mesa:
acaba de nacer la palabra
el poeta escribe sus versos.
UN MARCADOR DE LIBROS
Para José Andrés, en el 91
En medio de un antiguo libro de poemas
con sus páginas desbaratadas por el tiempo
donde ahora se asfixian pequeñas manchas amarillas
ocultando las metáforas que un día brillaron a la luz
de la mortal humedad de las tardes limeñas
y donde siguen viviendo la sorpresa el albur la melancolía
hallé el marcador de libros verde
que mi hijo de nueve años me fabricó
cuando aún estaba en la escuela.
Es el mismo muchacho que hoy tiene la barbilla dura
el cuello macizo de los veteranos del remo una enamorada
pero las mismas manos con las que cortó y pegó
los fragmentos de ese universo verde.
Yo
que había perdido el marcador como se extravían
los viajes con destino incierto el pasaporte las maletas
y hasta las habitaciones de hotel que albergaron prestados
nuestros sueños
hoy le paso los dedos por encima y recuerdo los tiempos idos
el candor de la infancia la escuela de Barranco
el amado cuaderno escolar
y no puedo evitar que la niebla se pasee por mi rostro
dejando unas lágrimas como las señales de un barco a la deriva.
Este marcador de libros verde con la fotografía del niño de nueve años
pegada con goma de estudiante en un extremo
es como la película de 9 mm. donde se cuenta
—cuadro a cuadro— el diario de toda una vida.
Lo he hallado hoy precisamente cuando me hacía falta
escribir un verso cuando me dolía la espalda
cuando necesitaba recordar que un día tuve un bello muchachito
que ahora me da la mano me alcanza los papeles
y me sostiene para no sentir el dolor del tiempo que no pasa en vano.
Miro la vieja fotografía en blanco y negro
y recuerdo con ternura al antiguo estudiante
que me toca el hombro y me dice: —Papá, ¿tan mal estás?
mientras me ve empuñar un bastón y jadear
en busca de una pizca de aire limpio.
Él siempre estará allí
para levantarme de la cama en desorden
para apuntalar este planeta que cada vez se me mueve más
a fin de poder incorporarme y puro y con los músculos tonificados
vencer otra vez a la muerte.