Carlos Palacio «Pala»
Yarumal, Colombia, 1969. Cantautor, filólogo hispanista, médico. Luego de adelantar estudios de música en el Instituto Superior de Artes de La Habana (Cuba), ha desarrollado una prolífica carrera como cantautor durante los últimos veinticinco años. Con diez álbumes editados, es considerado por la crítica especializada como uno de los mejores letristas de su país.
Ha sido reconocido en España con los Premios Internacionales de Poesía Miguel Hernández 2020, Antonio Machado 2021, José de Espronceda 2022 y Jaén 2023. En Colombia ha recibido el Premio Nacional de Música del Ministerio de Cultura y el Premio de Poesía Alcaldía de Medellín 2021.
Ha editado los poemarios Pasacintas (2014), Así se besa un cactus (2017), Abajo había nubes (2020), Pasado impredecible (2021), En el abrazo de la sílaba (2021), La vocación del remo (2022) y Gramática del asombro (2023).
Poemas de Carlos Palacio «Pala»
Del libro Gramática del asombro (Hiperión, 2023)
Premio Jaén de Poesía
Lletraferit
El verso se acicala y se refina.
Se pulsa la cadencia del fonema.
Se ajusta la mirilla y el poema
se vislumbra detrás de la cortina.
Descartadas pantalla y naftalina
se toma por los cuernos el tintero
y se presume de banderillero
con una aristocracia gongorina.
Y en un impulso fiero, en arrebato
pulsátil, oceánico, barroco,
se sigue de la sílaba el mandato
y se encara al volcán, pero tampoco,
porque en el soplo último del trato
se hace la palabra y dice poco.
Este
Escribe poemarios como pierde manzanas.
Se queja de la espalda.
Tiene una madre alta que le recuerda un árbol.
Abjura del rosario como de los impuestos.
Recicla.
No recicla.
Se despide de cada ciudad que reconoce.
Desciende a los infiernos cada martes
y cada martes recupera el vino.
Intuye que le quedan muchos años
y sabe que hace siglos está muerto.
Viene de las enciclopedias
y, aún así, se bebe las pantallas.
Tiene hombres a bordo de los versos que escribe
y una mujer que sabe, porque ha visto sus lágrimas,
que sólo estudia un cuerpo en el que cae y crece.
En fin, es lo que todos:
un error de los átomos que ha llorado en la calle.
Verter
Veo en los ojos miel de mi sobrina
el cielo de los ojos de mi hermana
y en ellos el silencio con que padre y abuelo
nos decían que todo era perfecto.
Tal vez por hechos como ese
y en una analogía nada sólida
desconfío de la palabra original.
Salvo el pecado con que nos cargara
ese dios de autoestima inoperante
cada lluvia es la estela de otra lluvia
y esa de otra y esa de otro llanto.
Y si tuviera que elegir una palabra
para nombrar los versos que cometo
sobre las insalvables ensenadas de la página en blanco
usaría el vocablo redundante.
Y ese adjetivo creo haberlo visto
en unos parrafitos de Vallejo.
Del libro La vocación del remo (Algaida, 2022)
Premio Internacional de Poesía José de Espronceda
1
Este poema lento, este verso mojado, este batir de sílabas sobre la hoja inhóspita
lo traza un niño tímido en un pueblo bucólico
ahíto de montañas, nublado de venganzas,
prometido al olvido y anémico de lápices.
El niño tiene un croquis debajo de su puño y un pincel y acuarelas
y sin premura unge con un color indómito el borde de ese mapa
que es su país y, entonces, es su huerta y su jaula
y es la palabra siempre con su añil terrorífico
y es la palabra nunca con todo lo que escupe sobre el rostro de un niño.
Azul para El Caribe, verde para Los Andes y rojo para el valle que temen los daltónicos.
El niño es sólo un niño, pero presiente el mundo.
Dibuja desde un tiempo sin ruidos ni pantallas
y teme lo que todos: que se le rompa el mapa.
De Estrasburgo a Maguncia
Primero fue canción la poesía
y aquí dejó de serlo.
La imagen se cocía en las gargantas,
la tragedia era trazo en el sonido,
el llamado a la amada, apenas vibración que urdía el viento.
Pero a orillas del Rin, hace mil versos,
un tallador de plata dio peso a la palabra,
volumen a la idea
y bordes al mandato de los dioses.
A partir de ese rayo,
el papel desposó a la poesía
y la palabra libro se escondió entre los libros
igual que otras palabras, presurosa,
sin saber que el milagro que la ataba
no podía vencer a los incendios.
Éste, que habita el tramo de instante a instante suyo,
a la vida nacido en bibliotecas,
con un nombre de reyes que aún arañan los párrafos,
se planta en esta plaza,
abjura de la tinta
y recita un poema con la palabra pájaro
que, acto seguido, parte hacia el pasado
para salvarse en forma de ventisca
como toda palabra enamorada
dicha por cualquier hombre en cualquier plaza.
Caminata por el Mont Saint-Michell
Para mis ojos lentos toda gaviota es una, la misma, repetida.
Igual en el recuerdo o en la fotografía.
Si veo una bandada
pienso que es una suerte de prisma el que me engaña.
Muchas o pocas, digo, para mí sólo es una.
Igual de bella y grácil, igual de transitoria,
de inútil para el mapa.
La misma en una playa de Cantabria,
en el puerto de Génova
o en esta terquedad del continente
que ha sido monasterio, roca y cárcel,
donde generaciones de gaviotas
—en un plural que ignora mis flacos espejismos—
han visto desfilar monjes ascetas
y blandos peregrinos
y presos al olvido desposados
y turistas vencidos por la inercia
tan incapaces, pobres, de entender sus graznidos;
todos ellos iguales a sus ojos,
insulsos, repetidos.
Del libro En el abrazo de la sílaba (Hiperión, 2021)
Premio Internacional de Poesía Antonio Machado
De las cartas del destino
Ginebra, septiembre 2 de 2015.
Suena Para llevarte a vivir, de Javier Ruibal.
A los once o doce años,
niño y promesa de guerra, creí que amar se trataba
de merecer una boca que ni conoces ni esperas
o de bailar a lo lejos, sin que te vean siquiera,
imaginando que bailas y que adentro se te cuela
una bandada de pájaros con ínfulas de azucenas.
A los veinticinco supe,
pobre chico sin balcones, que amar era pulir piedras
y que donde se besaba se desataba una guerra
que perdían los insomnes y que ganaban las hienas.
Pasaba de treinta y cuatro cuando me alcanzó la pluma
de la gaviota olvidada y por esa pluma supe
que amar era una bandera rota por sueños de salva.
Cuarenta y pocos tenía
cuando entendí que no hay ruta para esquivar una lágrima;
que amar es lágrima y, luego, es inútil la palabra.
Hoy, con cincuenta y cien tangos guardados en la alacena,
luego de cumbias y perlas y de cenizas y duelos
he concluido sin dioses que amar se trata de esto:
de merecer una boca que ni esperas ni conoces,
de bailar solo o con ella,
pero imaginar que bailas y que adentro se te cuela
una bandada de pájaros con ínfulas de azucenas.
Del libro Abajo había nubes (Devenir, 2020)
Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández
Mi ruta hacia el olivo
Para los andaluces es más fácil.
Su infancia está amoblada de olivares
y los olivos son su verde patria.
Mi verde fue distinto y mi infancia fue el mango,
la guayaba, la piña, la poma, el mamoncillo.
Por eso no entendía la aceituna.
Su pulpa impertinente me asustaba la boca.
Me amargaba la dulce y voraz monotonía
con su rotundidad incomprensible.
Claro. No sucedió por siempre.
Una vez, sin saberlo,
se camufló sin pistas ni anticipos
y fue como neblina y como augurio.
La temida aceituna, la insondable, la amarga,
podía traer algo distinto al desconcierto.
Entenderlo fue inmenso.
La dicha vino rápido y fue como un ciclón.
Se revelaron notas que alargaron el mundo,
que gritaron Italia, Grecia, Úbeda,
y me hicieron anciano de una forma adorable.
Lo que antes me aterraba
se me pintó martillo de delicias.
Lo que antes repugnaba
me convirtió la boca en un imperio.
Desde aquel agujero pequeñito donde ocurrió mi infancia
y en el que la virtud era lo simple, lo insípido, lo llano,
hasta la voluptuosa soledad adulta
en donde lo temido es lo adorado,
sucedió con mi alma lo que con la aceituna:
mi amor no dejó nunca de moverse
en la ruta que va de los caparazones
a la adorable puerta de los placeres lentos.
Lo que antes era luz, después fue hastío.
Lo que antes desazón, después festejo.
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