Roberto Bolaño

(Santiago, Chile, 28 de abril de 1953-Barcelona, Catalunya, 2003). Escritor chileno afincado en España desde finales de la década de 1970. En sólo una década, en una suerte de carrera contra la adversidad, Bolaño dejó atrás la marginalidad y «se convirtió en un cuentista y novelista central, quizás el más destacado de su generación, sin duda el más original y el más infrecuente», en palabras del también escritor chileno Jorge Edwards.
Hijo de León Bolaño, transportista, y de Victoria Ávalos, profesora, pasó su infancia en Viña del Mar. En 1968 la familia se trasladó a Ciudad de México, donde pasó su adolescencia concentrado en la lectura. Pronto decidió que quería ser escritor y empezó a trabajar como articulista. Al cumplir los veinte años quiso regresar a Chile, donde corrían los días previos al golpe de Estado de Augusto Pinochet y Bolaño, incorporado a la resistencia, fue arrestado, pero tras ocho días en la cárcel fue liberado y entonces decidió volver a México y dedicarse de lleno a la literatura.
En México fundó, junto con un grupo de poetas mexicanos, un movimiento de vanguardia denominado infrarrealismo, y en 1975 vio finalmente publicados sus primeros trabajos, reunidos en la antología poética Poetas infrarrealistas mexicanos. Sin embargo, abandonó México y partió primero para El Salvador, y posteriormente a Europa. Tras viajar por varios países europeos y por el continente africano, finalmente decidió establecerse en España, donde tuvo que trabajar en múltiples oficios.
En 1984 publicó, en colaboración con Antoni García Porta, su primera novela, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, con la que obtuvo el premio Ámbito Literario. Ese mismo año lanzó La senda de los elefantes, que fue galardonada con el premio Félix Urabayen. Dos años después fijó su residencia en la población costera de Blanes (Girona), donde, sin abandonar su interés por la poesía, se centró cada vez más en la narrativa.
En 1993 los médicos le diagnosticaron una grave enfermedad hepática. A partir de entonces Bolaño se obsesionó con dejar un legado literario de importancia. Ese mismo año vieron la luz Los perros románticos, un recopilatorio de la obra poética creada entre 1977 y 1990, y la novela La pista de hielo. En 1996 presentó La literatura nazi en América y Estrella distante, y en 1997 la compilación de cuentos Llamadas telefónicas.
Para 1998 había empezado a publicar en Anagrama y ese año su novela Los detectives salvajes recibió dos importantes distinciones: el premio Herralde de novela y el premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Poco después de este reconocimiento, y tras veinticinco años de ausencia, Bolaño visitó Chile. A raíz de esta visita surgió una nueva novela titulada Nocturno de Chile (2000). Ese mismo año 2000 entró en lista de espera para un trasplante de hígado. Su estado de salud empeoraba, y decidió consagrarse a la que debía ser su obra cumbre: 2666. Siguió escribiendo hasta su fallecimiento, el 14 de julio de 2003, víctima de una insuficiencia hepática. Pocos días antes había asistido en Sevilla al I Encuentro de Autores Latinoamericanos, su última aparición pública, y había entregado a su editor el manuscrito del libro de cuentos El gaucho insufrible. En 2004 Anagrama publicó 2666.

Geografía y geometría en la poesía chilena con Roberto Bolaño
Por Alberto Bejarano
Deberíamos hacerle una estatua a Nicanor Parra en la plaza Italia,
una a Nicanor y otra a Neruda, pero de espaldas.
R. Bolaño
Chile limita al norte con el desierto de Atacama, al este con la cordillera de los Andes…, dicen que del otro lado habita una tribu temible e insoportable llamada «los argentinos», al este con el Océano Pacífico y al sur con las tierras blancas y mortales de Arthur Gordon Pym, viajero y exiliado ad honorem. Mi país de origen es una isla. Pero eso no es lo peor. Mi país de origen es o cree ser la Isla de Pascua (de soberanía nacional, por otra parte). Los moáis de Chile son los chilenos que miran perplejos hacia los cuatro puntos cardinales.
R. Bolaño
Conocí a Roberto Bolaño a través de los ríos de la poesía chilena. Yo estaba en París, en los vados del Sena, entre tambores del final de la tarde y sonoras batucadas. Con mis amigos de la Cité universitaire hablábamos de naderías, de los planes del verano, que para mí habían iniciado en la Isla de Bréhat, en Bretaña, rodeado de los fantasmas de Ernest Renan y en los acantilados tempestuosos. Me sentía una naturaleza muerta, haciendo una tesis de maestría de Estudios Latinoamericanos sobre el Pacífico negro de Colombia y México. Unos días después, mé voilà en Barcelona, ciudad, región adoptiva de Bolaño. La recorrí por primera vez y me dejé llevar por la oscuridad del barrio gótico (en ese entonces no había tanto turismo ni show bussines). Empecé a leer a Bolaño, en desorden, en fragmentos, en retazos de una edición pirata que vaya a saber uno quien armó, de poemas, de cuentos, de fragmentos de novelas, de declaraciones, de discursos.
Te regalaré un abismo (dijo ella)
pero de tan sutil manera que solo lo percibirás
cuando hayan pasado muchos años
y estés lejos de México y de mí.
Cuando más lo necesites lo descubrirás
y ese no será
el final feliz
pero sí un instante de vacío y de felicidad
y tal vez entonces te acuerdes de mí
aunque no mucho.
En mi walkman/discman —uno y otro aún me acompañaban— que había llevado a Europa en mi primer viaje de iniciación (o más bien el segundo, el primero había sido en Argentina a los 16 años, pero esa es otra historia…) escuchaba Echoes de Pink Floyd. Iba muriendo pues Bolaño y su obra se iba haciendo inmortal tras la publicación un año después de 2666. Iba viviendo yo pues a punta de poemas sueltos y de trasegares equívocos:
«Soñé que una tarde golpeaban la puerta de mi casa. Estaba nevando. Yo no tenía estufa ni dinero. Creo que hasta la luz me iban a cortar. ¿Y quién estaba al otro lado de la puerta? Enrique Lihn con una botella de vino, un paquete de comida y un cheque de la Universidad Desconocida».
Ahora bien, como lo recordaba el poeta chileno Gonzalo Millán, en el epígrafe de su primer libro, Relación personal (1967): «La poesía no es personal”, verso tomado del poeta norteamericano Wallace Stevens. ¿Qué significa que la poesía no sea personal? Nuestra idea de poesía suele coincidir con una asociación del verso a lo «personal», a lo más «íntimo» del poeta, en sus grandes variantes, desde el Ulises de Homero hasta el Ulises de Dereck Walcott… Y, a pesar de ello, Millán nos sugiere que pensemos de otra forma la poesía (y nuestra relación con ella), para no verla como algo exclusivo de ciertas almas «personales» que la escriben y la leen. Decía Nietzsche que los poetas son «siempre propia y necesariamente epígonos», es decir que miran, deben mirar más allá de sí mismos, para seguir la poesía chilena de aquella isla-faro, isla-pasillo… «Por la isla-pasillo deambulan, de punta a punta buscando una salida que no encuentran, los fantasmas de Huidobro, Mistral, Neruda, De Rokha y Violeta Parra» (Bolaño).
La poesía es geométrica, no siempre a la manera de Euclides. A veces es circular, a veces espiral, cuadrado negro sobre negro, a veces agujero negro. A veces la poesía va en línea recta… como la buscaron en los años cincuenta Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky.
Hace un siglo Vicente Huidobro definía así lo geométrico:
Los cuatro puntos cardinales
son tres
El sur y el norte.
Parecería obvio recordar que Chile es un país de poetas, con dos premios Nobel de literatura en poesía (y pudo tener muchos más, en especial Nicanor Parra): Gabriela Mistral (1945) y Pablo Neruda (1971), lo cual no es poco, teniendo en cuenta que Brasil y Argentina, cuna de grandes poetas, no tienen ninguno. Pero la literatura no es «nacional», no es un producto comercial que puede intercambiarse como valor de uso en Wall Street…, como quien dice: te doy dos Nerudas por un Borges, te doy un Gabo por dos Mistrales.
«La poesía es lo único que está por fuera del negocio, no toda, y eso que quede claro», decía Bolaño en 2666.
Hablamos de más de un siglo de esplendor geográfico y geométrico de la poesía chilena, de tendencia aérea en un sentido amplio y paradójico, como intentaremos mostrarlo. Las dos perspectivas las tomamos de poemas de Huidobro que nos abren la puerta a la visión de sí misma de la «isla» de Chile, según Roberto Bolaño, partiendo de los moáis (esculturas gigantes de la Isla de Pascua).
El impacto de Altazor es tan grande que Bolaño nos recuerda que, en su agonía, José Donoso pidió que le leyeran, cual Ivan Ilítch austral, Altazor en su lecho de muerte…
Se debe escribir en una lengua que no sea materna.
Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte.
Un poema es una cosa que será.
Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser.
Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser…
[Huidobro, Altazor.]
El subtítulo de Altazor fue «El viaje en paracaídas». Se escribió hace 100 años y aún seguimos vislumbrando tantas formas de vuelo y de caída en la poesía chilena.
La geografía, en cambio, es ante todo una imagen mental, un imaginario construido a través de múltiples visiones del espacio. De allí la insistencia de Bolaño en definir a Chile como una isla y un pasillo, en un sentido metafórico. La poesía es también el esplendor de la geometría, decían los futuristas hace un siglo. ¿Hacia dónde vemos? ¿Hacia arriba? ¿Qué ocurre cuando observamos el cielo y encontramos el suelo? ¿Cómo interpretar el cielo y el suelo al mismo tiempo, como nostalgias de la luz?
Unos años antes de Huidobro, el precursor de la poesía moderna chilena sería Carlos Pezoa Véliz (1879-1908). ¿Cada poeta sueña, en una pesadilla, a sus herederos? Sin embargo, en un poema Nicanor Parra nos advierte que…
Los cuatro grandes poetas de Chile
son tres:
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.
Bolaño nos sugiere que el primer poema moderno chileno lo encontramos en «Tarde de hospital» de Pezoa Véliz a principios del siglo xx:
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
Leer a Roberto Bolaño supone incursionar en las pistas (de hielo) y en las autopistas narrativas en las que transcurre su obra. Las preguntas por el estilo, por el proceso creativo y por el trabajo con (en) los conceptos (tiempo, subjetividad, desgarramiento, muerte, etc.) llevan al autor a proponer lecturas poéticas, artísticas y filosóficas diversas que se atreven a experimentar con su literatura, como un puente con otras literatura y artes, todo en bifurcación.

Poemas de Roberto Bolaño
Del libro Los perros románticos
Los perros románticos
En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
y aquí me voy a quedar.
Autorretrato a los veinte años
Me dejé ir, lo tomé en marcha y no supe nunca
hacia dónde hubiera podido llevarme. Iba lleno de miedo,
se me aflojó el estómago y me zumbaba la cabeza:
yo creo que era el aire frío de los muertos.
No sé. Me dejé ir, pensé que era una pena
acabar tan pronto, pero por otra parte
escuché aquella llamada misteriosa y convincente.
O la escuchas o no la escuchas, y yo la escuché
y casi me eché a llorar: un sonido terrible,
nacido en el aire y en el mar.
Un escudo y una espada. Entonces,
pese al miedo, me dejé ir, puse mi mejilla
junto a la mejilla de la muerte.
Y me fue imposible cerrar los ojos y no ver
aquel espectáculo extraño, lento y extraño,
aunque empotrado en una realidad velocísima:
miles de muchachos como yo, lampiños
o barbudos, pero latinoamericanos todos,
juntando sus mejillas con la muerte.
El mono exterior
¿Te acuerdas del Triunfo de Alejandro Magno de Gustave Moreau?
La belleza y el terror, el instante de cristal en que se corta
la respiración. Pero tú no te detuviste bajo esa cúpula
en penumbras, bajo esa cúpula iluminada por los feroces
rayos de armonía. Ni se te cortó la respiración.
Caminaste como un mono infatigable entre los dioses
pues sabías —o tal vez no— que el Triunfo desplegaba
sus armas bajo la caverna de Platón: imágenes,
sombras sin sustancia, soberanía del vacío. Tú querías
alcanzar el árbol y el pájaro, los restos
de una pobre fiesta al aire libre, la tierra yerma
regada con sangre, el escenario del crimen donde pacen
las estatuas de los fotógrafos y de los policías, y la pugnaz vida
a la intemperie. ¡Ah, la pugnaz vida a la intemperie!
Sucio, mal vestido
En el camino de los perros mi alma encontró
a mi corazón. Destrozado, pero vivo,
sucio, mal vestido y lleno de amor.
En el camino de los perros, allí donde no quiere ir nadie.
Un camino que sólo recorren los poetas
cuando ya no les queda nada por hacer.
¡Pero yo tenía tantas cosas que hacer todavía!
Y sin embargo allí estaba: haciéndome matar
por las hormigas rojas y también
por las hormigas negras, recorriendo las aldeas
vacías: el espanto que se elevaba
hasta tocar las estrellas.
Un chileno educado en México lo puede soportar todo,
pensaba, pero no era verdad.
Por las noches mi corazón lloraba. El río del ser, decían
unos labios afiebrados que luego descubrí eran los míos,
el río del ser, el río del ser, el éxtasis
que se pliega en la ribera de estas aldeas abandonadas.
Sumulistas y teólogos, adivinadores
y salteadores de caminos emergieron
como realidades acuáticas en medio de una realidad metálica.
Sólo la fiebre y la poesía provocan visiones.
Sólo el amor y la memoria.
No estos caminos ni estas llanuras.
No estos laberintos.
Hasta que por fin mi alma encontró a mi corazón.
Estaba enfermo, es cierto, pero estaba vivo.
Soñé con detectives helados en el gran
refrigerador de Los Ángeles
en el gran refrigerador de México D. F.


















